Extractos, El Escondite Inglés
"LA HISTORIA: a Manuel Cabanillas le embistió el verano por donde más le dolía, por su rodilla derecha desgastada de tanto pegar patadas a la vida y por su corazón, siempre escorado, siempre a punto de encallar una vez más. Era un digno veterano de las numerosas perrerías y descuidos de su dueño. Aquella tarde Manuel renqueaba por las calles, agitado y sin el almidón de costumbre. A medida que sus confusos pasos formaban garabatos sobre las aceras, su respiración se hacía más arrítmica, tan desengrasada como la cancela de un cementerio. El aire ardiente que tragaba a bocados le precipitaba goterones de sudor por su rostro, más incoloro que de costumbre, lo que resaltaba su desmoronado tupé negro y sus varicosos pómulos, como dos culebreos rojos, muy alejados de sus labios lívidos y de sus ojeras cenizas.
En ese rodar desorientado había llegado a Edgware Road, un mismo camino que se había trazado por primera vez hacía treinta años. Era uno de esos días en el que el tráfico colapsa la ciudad, cuando peatones y conductores gruñen amenazadores mientras discurren al acecho en busca de su parcela de sombra. Manuel había salido de casa por la mañana con un traje ligero azul celeste, discretamente perfumado y lacado y tras pasar por el jardín del número 28, engalanado con un clavel blanco en la solapa; para el medio día ya se había deshecho de la chaqueta, y para la tarde un pedazo de camisa arrugada le caía por el culo como un pendón tras una batalla perdida, la flor languidecía deshojada y la corbata le colgaba del cuello como la soga del que ha sido salvado de un linchamiento por los pelos. Dos botones abiertos en su bragueta completaban esa estampa a la que nos tienen habituados aquellos que han extraviado su dignidad sobre la barra de un bar. En efecto el hígado de Manuel, encadenado a sus entrañas desde hacía más de setenta años, destilaba en esos momentos el alcohol de whiskies, vinos y cervezas hasta inundar su piel con un sudor que traspasaba telas y empapaba las páginas de un 'ABC' con noticias viejas y recogido en su sobaco. Pero no era este el caso. No era alcohol lo que desequilibraba a Manuel.
Si agitaba su cuerpo con convulsiones y negaba al mundo con fuertes sacudidas de cabeza era por la sorprendente revelación de la que había sido objeto unos minutos antes, por no vislumbrar entre aquella marejada de sentimientos ningún esbozo del camino que tomaría su vida a partir de ese momento. Aquella exhumación de su pasado le había provocado una incontinencia de remordimientos y así, abrumado, farfullaba en contra del destino. El destino me ha encontrado, se advertía, después de tantos años de estar escondido. ¿Qué administrador dicta los desenlaces de la vida? ¿Qué relojero pone en hora los tiempos de dolor y felicidad? ¿Quién es el juez que nos ajusta las cuentas con el pasado? Dejó que las lágrimas arrumaran sus ojos y escrutó invariablemente de izquierda a derecha como alguien que ha perdido el recuerdo y se pregunta si ya ha llegado a su destino. Y a su alrededor se fueron agolpando espectadores anónimos y luego testigos silenciosos de su drama: una mujer somalí que tiraba de un niño, una china de mirada oblicua con el pelo teñido de rubio, un negro vestido de ciclista con unos enormes auriculares por orejas, un judío que murmuraba, un tipo calvo de traje estrecho que mordisqueaba una manzana y una recepcionista marcando su ropa interior y que se abanicaba con la mano. Todos avanzaban junto a Manuel, todos se detuvieron ante un semáforo en rojo, ajenos a su calvario.
Se desató otro botón de la camisa buscando una gota de aire fresco y se secó con la manga el sudor de la cara. A su alrededor el mundo comenzó a aguar, a licuarse de un modo extraño: sus espectadores y testigos se fueron desdibujando y los edificios se le antojaron las colinas de algún lugar en el que reposar tras un largo viaje. Y el cielo no dejaba de oprimir.
Por fin verde. Manuel dio dos pasos enervado por los recuerdos y los miedos. Sentía que su corazón era el tambor de un ejército en retirada y que el sudor se le helaba sobre la piel como un traje de hierro pesado y frío. Por último miró embelesado al sol, pidió perdón y cayó fulminado sin llegar jamás a la otra acera."
"... Y, en fin, allí se encontraban varios de mis alumnos y asiduos del The Spanish Galleon: Serafín Peñalver, Rodri García y Carlos Insúa, a los que regresaré más tarde. Por último, formando piña en un lateral de la fosa, estaba la representación de los restauradores españoles en la capital británica que habían tratado durante tres décadas al finado: entre ellos Paco García, dueño de los restaurantes Don Paco y Paco II, Tino Rebatos, Roberto López y Paco Carnero 'el Ruso'. En total una docena de individuos de todo tipo de complexión, desde la figura desmedrada de Paco hasta la robustez animal de 'el Ruso', y con denominadores tan comunes como el desarraigo o sentirse cada noche profetas de la melancolía. Los mismos hombres y mujeres que durante años habían alimentado su vanidad con el predicamento ruin de Manuel y que en algún momento de sus dispersadas vidas habían sido compinches o víctimas en las historias del difunto.
Y entre todos ellos, destacando como un día de fiesta en el calendario, estaba Carmen, tan talluda, con la piel blanca en las periferias de su gafas ahumadas, en las lindes de un pañuelo negro que cubría su pelo y en los confines de un traje de tirantes que le marcaba las formas redondeadas de unos pechos a los que la viudez había conferido una carnalidad aún, si cabe, más inquietantes. Cada poco sus labios carmesíes - carnalidad, carmesí, carnaza, Carmen, para mí en aquellos días eran sinónimos de un mismo deseo -, lanzaban gemiditos particularmente excitantes, guardianes carnosos de mis instintos clandestinos.
Se trataba de una mujer unos veinte años mayor que yo, con una viudez recién estrenada, de mucha clase pero sin cátedra, de la que se postula con humildad, y con un pasado que como el de Manuel, llegaba cargado de anonimato. Todo ello le confería una particular distinción en cualquiera de los ambientes en los que se desenvolvía. Podía ser la claridad de su mirada, la hermosura de sus mejillas o que no mostrara en su denso pelo negro ni una sola cana, lo que concedía a su esbelta figura una juventud anacrónica. Pero por encima de todo era su sosegada conversación, su acento reposado y la alegría de sus movimientos lo que dotaba a Carmen de una vistosidad que no pasaba desapercibida para nadie, en particular para sus numerosos pretendientes. Además, a pesar de su belleza, poseía el arte de camuflarse con elegancia para atrapar a sus víctimas, a mí como otro más, desde el follaje ruidoso que armaba su marido. Aquella mañana, quizás por el efecto embrollador del calor, deseaba más que nunca que me pusiera los grilletes y me arrastrara a su alcoba de tierra y madera."
"Crucé Londres con la caja del muerto entre mis brazos. En un par de ocasiones estuve a punto de deshacerme de 'Los Cuñados Murcianos', pero el recuerdo de Carmen evitó que cometiera un sacrilegio abandonando junto a otra basura, las cosas de Manuel. De regreso en el metro me dejé acunar por el traqueteo del tren. Soñoliento recuperé de la estantería de recuerdos con escasa significación el de una ocasión en la que Manuel tomó el pelo a 'Figura de Triana' durante una de sus visitas al The Spanish Galleon, visitas en las que, ya afectado por varios whiskies en su sangre, se mostraba revoltoso, sagaz, perverso, incluso burlón, amoral, mondado de la risa, faltón con los ausentes, picarón cuando hablaba de mujeres y que inevitablemente, finalizaba sus exposiciones con el tupé alborotado, la corbata hecha un ocho y en una compostura dignamente desequilibrada apoyado en la barra por el codo. "¡Eh, escuchadme todos paisanos!" Manuel llamaba en asamblea al resto de los que nos encontrábamos aquella tarde en el pub haciendo sonar su whisky con hielos en vaso de tubo. Antonito Viejo estaba a su lado, sin quitarle el ojo, con gesto de perro fiel. "En la pequeña historia de la comunidad española en Londres", nos dijo, "como si fuéramos alienígenas despertando en planetas extraños, hacemos bien en alimentar algunas biografías peculiares y al mismo tiempo ¡ojo!, entrañables. Esta sería la primera anotación sobre un personaje conocido por todos vosotros: 'Figura de Triana', así de sencillo, considerando su nombre profesional por encima de su auténtico nombre y apellido, que nadie sabe y nadie recuerda. ¡Y hasta tiene o ha tenido tarjetas con ese nombre propio como los artistas famosos e ilustres!" Las risitas afloraban entre los que escuchábamos las palabras de Manuel y veíamos al ex boxeador haciendo esfuerzos y afeando su cara por reprimir las lágrimas. "¡Aquí tenemos a 'Figura', ni más ni menos, capaz de asumir la personalidad de los más célebres boxeadores de Iberia, o sea, carpetovetónicos! Y además con un je ne sais quoi de tipo calibrado que ya quisieran para sí empresarios y tenderos de fuste en estos tiempos de recesión y tal." Para ese momento Antonito ya era un mar de lágrimas. "Y es que por 'Figura de Triana' ¡ea!, ni pasa la economía ni pasan los años ni su preclara lucidez. Además se ríe hasta de su sombra y hasta de su sombrero", Antonito se quitó la gorra, "ese sombrero que él confiesa que no le gusta pero que, en fin, hay cosas peores. Y es que la vida, paisanos del éxodo", - agregó mientras pegaba golpecitos en el cogote del ex boxeador -, "unas veces te hace llorar y otras solo querer hacerlo. Y así, como la vida, es el bueno de 'Figura de Triana'. ¡Y que siempre siga así, haciendo el bien sin mirar a quién, porque es que, si se mira, ya no se hace! Palabra de Niño Jesús que diría cualquier alma de Dios." Las risas se habían generalizado entre los allí reunidos mientras Antonito besaba la mano de Manuel y la ponía perdida de lágrimas y mocos. "¡Y ahora Roger, rellena estos vasos que aquí el de Triana nos va a demostrar de qué manera y con qué madera está hecho invitándonos en comunión fraternal!" "
"Soy un hijo de puta si por tal se entiende en su acepción más exacta: como el hijo natural de una fulana. Si se me aplicara cualquier otro de sus significados, el de calavera, tunante, mala persona, incluso facineroso, lo aceptaría en parte, puesto que es verdad que el destino me ha guiado a lo largo de tantos años, y ya me pesan los condenados, a empujones y a punta de fusil por los caminos más encharcados y retorcidos de la vida, con los ojos vendados y amordazado. Como un rehén del infortunio.
Llegué a la vida una madrugada fría de octubre de 1921, en algún lugar cercano a los soportales de la Iglesia de San Francisco, en los arrabales de una ciudad pedregosa, arcillosa, envuelto en un enjambre de toallas raídas y ensangrentadas, desamparado en un universo de dolores, cagado hasta los ojos y muerto de hambre, motivos más que suficientes para que me herniara a lloros. Tanto follón despertó al padre Cabanillas antes incluso de la inhumana hora en la que, a diario, daba inicio a sus quehaceres eclesiásticos.
Solo unos minutos antes, mi madre, poco más que una niña, arrebujada entre trapos descoloridos y arremetiendo contra los vientos otoñales, avanzaba en la oscuridad conmigo en brazos, debilitada por el parto, aún chorreando sangre por las piernas y lágrimas por su rostro desfallecido. Me depositó con cuidado en las escalinatas de la Sacristía al amparo del viento. Yo buscaba sus tetas pero con una sonrisa fingida me calmó, me arropó, con el pulso agitado me acarició la cara por última vez, y sin poder prolongar más aquel sufrimiento, se dio media vuelta y desapareció zarandeada por la ventisca, entre la hojarasca revuelta, entre el baile de sombras blancas de la luna.
¡Pudo ser así, no se crean! ¡Oiga, es que la estampa tiene su cosa a modo de texto lírico! Pero como digo, mi vida poco ha tenido de lirismo y menos de estampitas bien construidas como la anterior. Porque también cabe que mi madre, zarandeada por el alcohol me abandonara soltándome en San Francisco como un saco de pan duro, con un cigarro lánguido en su boca y una mirada a medio camino entre la indiferencia y el desprecio. Quién sabe, ¿quién estuvo allí como testigo? ¿El viento, que se lo lleva todo a su madriguera y la noche que es ciega? ¡Menudos testigos! Lo que digo."
"Las banderas flácidas británica, española y gallega, y el recordatorio al lado del nombre de que era el primer restaurante español que se abrió en Londres, no hacían sino justificar el tufo a decadencia que se agazapaba en sus esquinas. El Don Paco había sido desde los años cincuenta el faro para la emigración española - en su mayoría gallega -, que recalaba en las costas londinenses. Desde aquel centro de primeros auxilios, primero el padre de Paco, también llamado Paco, y luego su hijo, tras la muerte repentina y prematura del fundador, se había despachado durante décadas una gastronomía española postiza, junto a vinos ramplones y como postres una morriña poco más que pintoresca. Aún así logró ser el Centro Español de Londres, más tarde, con la democracia, el Centro Gallego, y coincidentes, sede de la peña barcelonista, de la peña deportivista y del Grupo de Gaiteros de Londres. Pero con el paso de los años y la proliferación de nuevos restaurantes españoles como champiñones, el Don Paco ya no iluminaba ninguna Alejandría, su cocina puntera había encogido hasta quedar en poco más que tapas de chorizo al infierno, gambas al pil-pil y pollo al ajillo, y su poder de convocatoria entre los emigrantes, en especial entre la nueva hornada, la mayoría con el título de EGB bajo el brazo, no superaba al de una partida de dominó. Para colmo su decoración no se había mudado en décadas. A muchos visitantes les recordaba a una barbería malagueña con tanto poster de toros, espetos de sardinas y de Semana Santa regalados por el Ministerio de Turismo en los años setenta, así como docenas de fotografías en blanco y negro salpicando las paredes. Eran instantáneas en las que siempre posaba un Paco García al lado de o bien viejas glorias políticas, siempre de la derecha eso sí, desde cargos de Alianza Popular hasta ministros y procuradores de Franco, o con figuras procedentes de mundos tan anómalos como el taurino o el folclórico. En aquellas instantáneas lo que más impresionaba era la ausencia de estatura del anfitrión fuera quien fuera la celebridad; apenas unos dedos le separaban del enanismo, por lo que siempre posaba de puntillas, según decía Manuel, para parecer tan solo bajito. Solo cobraba cierto fuste, creo que lo he subrayado con anterioridad, cuando abría su boca y un contradictorio y enigmático vozarrón surgía de su boquita. La mayoría de las veces para contar machadas de bar, por ejemplo cuando le ganó un hortera Mercedes azul celeste al director de la Cámara de Comercio española en Londres durante una partida a la brisca. Había enviudado hacía cinco años y desde hacía treinta le tiraba los tejos a Carmen..."
"La guerra continuó con su trasiego de desbarajuste humano. Avanzaba como una marea de miseria y sangre que rompía, alborotada, contra las costas de nuestra ciudad. Las olas, con olor a podredumbre y pólvora, arrastraban un tráfico silencioso de desplazados por las balas: mujeres aviejadas que envolvían en paños desgajados a sus hijos endebles o ya vencidos por la muerte; hombres de edades vagas, de boinas caladas y barbas sucias que arrastraban carros cargados con los aperos de labranza necesarios para rehacer la vida, o un colchón mugriento donde poder soñar que todo aquello solo era una pesadilla. Y niños, docenas de niños tirando de sus abuelas a las que se les había negado una muerte digna al lado de su hogar velando las tumbas de los suyos. Todos, incluidos perros descarnados y sin amos, llegaban hasta los arrabales del núcleo urbano huyendo de una guerra cada vez más próxima, huyendo de la fiereza del señor justo y cristiano al que rezábamos a diario los hospicianos del 'Padre Lizarazu'.
Una mañana, varios hombres armados con fusiles golpearon en las puertas de la inclusa. Los curas se agitaron como jovencitas, con el rostro desencajado por el miedo, incapaces de adoptar una decisión. Ante la insistencia de los golpes - supusimos que aquellos hombres y mujeres pobremente pertrechados y con cara de malas pulgas que observábamos desde nuestras ventanas debían formar parte del ejército de endemoniados contra los que luchaba el generalote cabreado -, los curas se vieron obligados a rendir su personal Alcázar. La eventualidad de convertirse en mártires sencillamente no entraba en sus planes. Los milicianos, algunos poco más mayores que nosotros, entraron dando empujones y cagándose en todos los santos; al instante impusieron la ley de la guerra, ¡ojo, que no es otra que la de la soberbia!, obligando a los curas a que rindieran el hospicio a sus necesidades castrenses. A las pocas horas comenzaron a llegar carros y camionetas transportando fardos informes de soldadesca, pringada en barro, en sangre, y apestando a descomposición, con heridas que supuraban contra heridas, muchos con las esquirlas de los obuses aún clavadas en sus pechos o desfigurando sus rostros, luchando contra el frío del desangre, desarropados de toda esperanza. Aquel amasijo de carne lacerada y de entrañas destripadas fue depositado en nuestras camas, por lo que a nosotros, testigos impasibles de tanto despojo humano, nos enviaron a dormir a los sótanos, donde competíamos por las esquinas menos húmedas con las pocas ratas que aún no nos habíamos comido. ¡Viva Francisco alegre y olé!"
"El piso en el que había vivido mi madre durante los últimos años de su vida y donde fue encontrada en medio de un charco de sangre, era un cuchitril oscuro en donde la humedad se extendía a sus anchas, despellejando las paredes y ensuciándolas con feas manchas negras. El polvo se amontonaba sobre los cuatro muebles cojos y desvencijados que conformaban el exiguo mobiliario. Una estufa de carbón con una chapa para cocinar dormitaba en una esquina y sobre una mesa quedaban los restos del desayuno o de la cena del día anterior, migas de pan, varios pellejos de chorizo y una jarra con algo de vino. A un lado se abría un dormitorio sombrío, en el que a duras penas se distinguía una cama revuelta y por el suelo un montón de sueños enrevesados. Las paredes estaban desnudas, de los techos se desprendían bombillas y un jarrón con flores secas y agostadas era el único rastro del paso de mi madre por entre tanta sordidez. Andábamos casi de puntillas, atentos a todos los ruidos. Pedro se dirigió hacia la ventana, corrió levemente con un dedo una de las cortinas y escrutó la calle. Me acerqué y me detuvo con una mano; el Tobías subía por La Cuesta con una colilla entre los labios, algo escorado y con la chaqueta echada sobre la cabeza para protegerse de la lluvia. Me entregó la saca de carbón y me dijo que me escondiera detrás de la puerta del dormitorio. El se colocó al otro lado. El miedo alborotó mi estómago mortal y afligido, revuelta que culminó en una sarta de pedos silenciosos y noblotes, de los de la Iberia de antes, ya me entenderán los de mi quinta.
-¿Te estás jiñando? - Las palabras de Pedro no sonaron a pregunta sino a recriminación. Callé como un mastuerzo. -Con este tufo no hará falta que nos manchemos las manos con sangre. ¡Se morirá de la peste a mierda!
Se abrió la puerta del piso y al poco sonó la voz desabrida y nasal de nuestra víctima.
-¡Manco! ¡Qué me quieres!
¿Sería capaz de mover mi cuerpo tembloroso cuando llegara el momento? Intenté mover mis dedos pero los tenía crispados, trabados, y las piernas me pesaban como dos anclas.
-¡Manco, cabrón! - volvió a gritar el Tobías, más cerca. Las maderas del suelo crujían bajo sus botas y por fin su sombra penetró lentamente en la habitación. "
"El conferenciante en aquella ocasión era Alejandro Obispo, doctor en Historia y catedrático en la Universidad Complutense de Madrid, de voz sedativa, de narrativa lineal, marchita, en especial cuando comenzó a hablar de la Transición y el papel virtuoso que jugaron los políticos del régimen anterior para evitar un proceso revolucionario violento y populista. Yo me preguntaba qué demonios tenía que ver la justificación de Dios con todo aquello que aquel hombre cargado de espaldas, de barbas rizadas y ojos tristes, nos estaba soltando. Fue cuando comenzaron a oírse los primeros bostezos. Luego se enzarzó en explicar cómo los sabios de la democracia, baluartes de la intransigencia en la dictadura, influyeron desde sus escondrijos en la redacción de la Constitución, que candorosamente todos votaríamos. ¿Y Dios dónde estaba? Para ese momento los ronquidos ya eran frecuentes y a los treinta minutos de exposición soporífera la puerta del salón se abría y cerraba. Por fin en las últimas líneas de su intervención indicó que tal suceso, como el de la Transición o el levantamiento del 36 o la dictadura de Primo de Rivera, incluso la expulsión de los árabes de la Península o las supuestas atrocidades de los conquistadores en Latinoamérica, se justificaban como se ha justificado a Dios a lo largo de la Historia: por un acto de Fe y de consagración. Fue una suerte que Roger no estuviera presente. Nadie habría evitado un altercado de babas, blasfemias y sangre en aquel salón rococó.
Finalizada la aberración, hubo los habituales aplausos; pero nadie se atrevió a lanzar una pregunta ya que nadie había entendido nada de lo expuesto ni el tema era como para andarse con holguras. Por lo tanto, se pasó de cabeza al piscolabis. En otra circunstancia habría salido pitando de allí, pero me quedé rondando los corros de notables porque se habían hecho fuertes al lado de la mesa donde estaban los vinos, justo debajo de la máquina del aire acondicionado. Me entretuve repasando los cuadros que colgaban de las paredes y para mi sorpresa -por poco se me queda atrancada una gamba en la garganta- vi que la mayoría estaban firmado por Manuel Cabanillas. Eran telas de tamaño medio, sin marcos, pintadas en colores planos y de temática surtida, desde cuadros taurinos y desnudos femeninos, a retratos, bodegones y paisajes. En seguida deduje que formaban una colección completa basada en copias con escasas variaciones de cuadros pintados por grandes maestros de la pintura española. Me llamó la atención uno en particular, un arlequín al más puro estilo cubista, en tonos pasteles y rosas, y que llevaba el título de 'Proceso a Picasso' Pero el más sorprendente, por lo grotesco y osado, era uno titulado 'Las Meninas de Londres'. Unas meninas impresionistas, pintadas a base de brochazos y una mano diestra con la espátula, en donde había transfigurado el autorretrato de Velázquez por el suyo con una sobreactuada expresión de sorpresa, como hiciera Dalí, y a José Nieto Velázquez abandonando la estancia por el pintor sevillano, avergonzado, sin duda, por tanta caradura. En el colmo de la insolencia creativa, las meninas eran camareras españolas de cualquier tapas bar de Londres -por el enanismo bien podían ser las del Don Paco- y que posaban con expresión aburrida mientras sujetaban en sus manos unas bandejas con vasos de jerez y platitos de aceitunas. "
"Abandoné el Instituto Cervantes con la sensación de que me habían pillado copiando en un examen, con las manos en los bolsillos y cavilando sobre lo sucedido en aquel edificio. Tres cosas: COSA UNO: por un lado cuando le interrumpí la conversación a 'canovitas' hablaba de una retirada de dinero de unas ochenta mil libras justo hacía dos meses. ¿Sabía Carmen que su marido tenía en una cuenta más de cien mil libras? ¿Para qué realizó Manuel aquella enorme retirada de dinero? Que yo supiera no había hecho ninguna adquisición fuerte. Carmen tampoco lo sabía, de lo contrario me lo habría dicho. COSA DOS: ¿por qué Cánovas me lanzó aquel consejo - que me sonó a advertencia - para que no siguiera husmeando en el rastro dejado por Manuel durante sus años de vida? ¿Cómo se tragaba la mezcla de respeto y mofa con la que recordaban a Manuel aquellos que le habían tratado en vida? el propio Embajador se vio sorprendido y contrariado cuando le propuse una cita para que me hablara de Manuel. Y COSA TRES: lo que Cánovas nos contó demostraba una vez más que Manuel no había sido siempre un erudito, un artista, aunque lo fuera pedante y trivial, de eso ya no me cabía la menor duda. Lo narrado por Cánovas, las andanzas del finado como un pandillero al servicio de un corrupto, arbitrario y opresor inspector de policía, venía a completar un Manuel inverosímil, casi absurdo, que creció entre lo más abyecto de una sociedad que braceaba en la penuria y sin mayor base educativa que cuatro libros empolvados de un cura provinciano de los años cuarenta."
"Todo lo que ocurría en Portobello Road ocurría de un modo extraordinario, en particular la manera espontánea e inesperada en la que uno se atragantaba con los olores, colores y sabores de otras culturas que habían llegado a anidar a la ciudad hacía ya muchos inviernos y allí se habían arraigado, intoxicándose unas con otras o individualizando sus peculiaridades o remachando sus defectos y excelencias, pero al final del día, dejándose arrebozar a modo de Espíritu Santo por la 'Ciudad Infinita', como diría Manuel: por "el Londres que solo duerme en la memoria." Negros, caribeños, indios, latinos, griegos, árabes...conformaban a retazos humanos el mural que pintaba Portobello Road. Sorteé semáforos, vehículos y peatones... y de pronto, los que andaban no corrían, los que hablaban lo hacían entre risas y con los ojos, los olores a comidas se habían coloreado, las pieles y cabellos se decoraban con desafío, las músicas se bailaban con atrevimiento y de las ventanas asomaban mujeres en sujetador. Transité entre puestos de frutas, hortalizas, especias, ropas, zapatos, relojes, gafas... en general un bazar en el que se ofertaba un sinfín de objetos de escasa utilidad para alguien como yo.
En aquel arco iris de casas y gentes, un nombre, un escaparate, un letrero, una puerta... pasaban casi inadvertidos: J. Fontanillas. Fontanerías y griferías. Spanish Spoken. Alguien había escrito debajo Matador! Si el letrero, ramplón, ya advertía sobre la naturaleza desalentadora de lo que allí se comercializaba, los cristales sucios aumentan esa sensación de abandono y desconfianza. Y si uno repasaba lo que se mostraba en el escaparate, la sensación no podía ser más deprimente: una nevera con rastros de moho verde con una etiqueta sobre su puerta: Sale of the month!, y a mano con caligrafía de niño: As New!; a su lado una figura en cartón y a tamaño natural de una mujer duchándose y un calentador de varias manos, desconchado y con rastros de oxidación, sobre el que había otra nota amanuense que decía: Always Hot!, sin saber muy bien si se refería a la joven de la foto o al calentador o al agua o a la mente de aquel escribano de conceptos cortos y de confuso entendimiento."
"Aunque resacoso y deslustrado, el capitán del Tercio de Flandes, Pedro de Hinojosa, desayunabase orujo de madre y chistorra de Santo Tomás cuando tal cual explicome, a mí, un menino y además menino tuerto, su grandísimo plan para satisfacer la ley que era más confusa que justa en La Cuesta, dando su merecido al ruin canalla de mala raza nacido, el Bachiller Manuel Trapazas. El tal, aprovechando su mayor juicio y entendimiento que la soldadesca, se hizo con su Mayorazgo, animales, rentas, influencias con el Alguacil y hasta con su principal, una hembra de carnes generosas y de agradecido pellizque.
Tratabase de preparar al usurpador de tanto nombre y poder una encerrona de la que saliera molido a palos o con dos pares de grillos. Para ello era menester que mi labor fuera vilipendiosa y de gran enjundia.
-¡Escucha bien menino hijo de puta! Haces llegar a La Cuesta rumores de que rajaste al de Flandes, a mí, y al tal bachiller del demonio se lo contarás a voz, de suerte que te ganes su gracia - dijome Pedro. - Y también dísele que se te unió en la paliza un vendedor de remedios y de pócimas milagreras, que trae en su carreta desde Oriente un valiosísimo aliviador que muda la fealdad al feo, la locura al loco, la lengua al deslenguado y que al espabilado le ofrece mayor lucidez, cordura, entendimiento y discurso. Y si se muestra movido dísele que el 'Bálsamo de Tiriquitón', que así lo llamarás, es pieza codiciada por nobles, frailes y en general por gentes gentiles de las letras y las artes, por lo que la discreción, que es madre de la prudencia, más que estimada, nos es obligada. Cuando el ruin Manuel tenga entre sus manos el bálsamo, que no es cosa más beneficiosa que un poco de agua y un poco de leche, anunciamos a la Santa Inquisición, ¡mejor!, al Alguacil Fanegas, que el bachiller de marras comercia con alquimias del Belcebú con las que mete sus pezuñas de cabrito por el alma de hombres y mujeres, de suerte que sea encerrado con grillos y en galeras por un buen número de años.
-¡Por vida vuestra, amigo, que habéis trazado un embrollo ingenioso! Pero dime, capitán, ¿cuál será mi soldada, mi ungüento?
-Cincuenta escudos, viandas a mansalva y la hembra más apetitosa de La Cuesta, ya sea lavandera o dama de hidalgo - respondiome Pedro, al tiempo que apuraba su vino.
-¡Por Dios que tomo el envite! - dijele mientras yo componía mis propios arreglos, porque es justo decir que si el tal Manuel era un ladrón y un necio, igual de cierto es que Pedro de Hinojosa tenía poco de honesto y recatado. Éste, según me consta, había heredado tanto poder y barullo tras dar muerte a un hidalgo caballero y principal al que servía como ayo y que no sabía aquello de "a hijos y criados no has de mimar, si los quieres lograr." "
"Doña Mentruit, que para eso era hospedera y no se le pasaba ni una, se dio cuenta enseguida de la comunión impía entre el representante de alcoholes y el joven Manuel. Había tomado la costumbre por las noches de arropar y desear dulces sueños a Manuel con un vaso de leche caliente. En una ocasión en la que le plegaba bien la manta por debajo del colchón, le advirtió sobre la relación entablada. Doña Mentruit, que nunca se había casado pero que según ella lo sabía todo de los hombres por su larga experiencia como hospedera de una pensión, le dijo que se andara con cuidado con el tal Pla, que había algo oscuro en aquel petulante que no tenía dónde caerse muero y que su intención, a ella le daba, era la de sacarle todos los cuartos. Le hablaba a Manuel de usted y cuando le juraba que rezaba por él cada domingo le apretaba entre sus descomedidos senos que olían a cebolla y pimentón.
Pero Manuel Cabanillas no hizo caso a las advertencias de doña Mentruit y continuó acompañando a Pla en su diligente y diario gandulear por las calles de Barcelona. Le acompañó a tertulias a cargo de poetas cejijuntos, biógrafos de desheredados y pensadores de discursos embrollados, actos que por lo general tenían lugar en tugurios que se apodaban cafés alternativos; a exposiciones de pinturas incomprensibles y por lo tanto insustanciales, y en general a presentaciones culturales de signo clandestino y ácrata que tenían lugar en los rincones más mugrientos de la ciudad o en subterráneos con olor a alcantarillado. Como denominador común, en estos actos siempre mediaban individuos tiñosos, de pelos y barbas alborotados, todos ellos dotados del don de la iluminación, pero que a juzgar por sus mejillas chupadas, sus ropas deshilachadas y sucias, y los espasmos nerviosos, hubieran vendido su espiritualidad al oficialismo más rancio a cambio de un plato de garbanzos.
Pla no desentonaba entre
tanto intelectual y artista de dudoso compromiso social. Sus trajes también eran
oscuros, sudados y remendados hasta su desgaste, aunque siempre de corbata y
con un clavel en la solapa, con los pelos del bigote recortados con peine, bien
perfumado y la cara rasurada hasta sangrar. Pero si su estética no desentonaba,
sí es cierto - y esto a Manuel no se le pasó desapercibido - que cuando se
movía entre los imitadores de corrientes artísticas extranjeras y pensadores
que mezclaban y confundían el comunismo más destemplado con el realismo social
del acmeísmo de Nikolài Gumiliov y a éstos con los primeros brotes del beat
americano de Allen Ginsberg, todo ello revuelto en un batiburrillo del que
salían con la cabeza caliente y los pies fríos, Pla parecía el caudillo de
aquella tropa de hambrientos. Además le daban en abundancia al Marie Brizard,
al sexo de pago y a la droga del Celtas sin boquilla, ¡eh, y sin tapujos ni
apocamiento!, mientras se lanzaban por las calles de Barcelona montados en lambrettas a cincuenta vertiginosos
kilómetros por hora."
"En la sala exponía sus telas un tal López Carrillo, cuadros sin historia, surrealismos amoldados al gusto oficialista, pintura regurgitada por otros negros de la brocha y como era de esperar sin ningún público analfabeto para aplaudir su escaso oficio. Entre tanta desproporción y anormalidad, zascandileaba de un lado a otro un sol, una estrella, una galaxia, el universo completo condensado en aquel cuerpo. Carmen apenas había cumplido los 17 años de edad y sin embargo una madurez holgada invadía su aire adolescente. Era precisamente esa vaguedad entre la madurez y lo pueril la que engatusaba y eran sus maneras femeninas, sus suaves y perfumados movimientos bajo aquel vestido de gasa estampado con florituras y su pelo negro, negrísimo, peinado en media melena, ondulado y brillante, lo que primero cautivó a Manuel; luego fue su mohín de niña hacendosa en una cara dibujada a cincel, sus ojos negros tan insondables y ocultos tras abanicos negros, sus labios tan rojos, tan carnales...
-Muchacho, espabila - le llamó la atención Pla a Manuel. Éste se había quedado como un pasmarote en medio de la sala - que aquí hemos venido a trabajar.
Y si Carmen miraba de reojo a los recién llegados, desconfiada de aquel tipo estrafalario con aspecto enfermizo y del fresco de su amigo, con ese tupé revoltoso y moreno, que no le quitaba el ojo de encima, Pla observaba con más atención la bazofia allí expuesta que la distribución de la sala, la salida posterior y la anchura de la puerta principal. En definitiva las vías de retirada, ya que el líder ácrata sospechaba que Cossío, para la ocasión, se haría rodear de amigos falangistas y profesores oficialistas de la Escuela de Bellas Artes.
-¡Menuda chapuza de cuadros! ¡Es arte para vendedores de seguros, para los funcionarios del Gobierno Civil y de la Diputación! ¡Del puto Ayuntamiento! ¡Es la monda, es que ya cualquiera pinta, cualquier viva la virgen expone y encima, para más guasa, se proclama artista! - Las quejas de Pla iban en aumento a medida que pasaba revista a lo expuesto. -Los hay que tienen un éxito pintando a lo bestia que no veas. La idiotez, amigo Manuel, tenía que ser punible. Es que... ¡por Dios!, a estas pinturas les falta bemoles, les falta ubicación en el espacio y en el tiempo. ¡Este tío lirio que se cree pintor no sabe por dónde le pega el aire! ¡Son cuadros de espacios vacíos, de formas pretenciosas que representan la interpretación enana de un mundo imaginado por un zopenco! - Pla prosiguió más calmado con su crítica constructiva tras un leve ataque de tos. - Es el mariconeo del arte, menudo soplagaitas del pincel, es que el tema es de no te menees.
En ese instante, la puerta que daba a la trastienda de la galería se abrió y por su filo, negro y desengrasado, asomó un individuo minúsculo, trajeado como un dependiente, con cuatro pelos rayados con escuadra y cartabón sobre su calva. Se sonaba los mocos en un pañuelo apergaminado. Tanto Pla como Manuel dedujeron con acierto que se trataba del responsable de aquellas aberraciones. El recién llegado les miró de manera perpleja a través de sus lentes redondos y con el pañuelo colgando de sus narices: se trataba de los primeros valientes que se atrevían a entrar en la galería. Pla guardó silencio. Se estiró en el interior de su traje tocado con un clavel en la solapa - a veces solo era un geranio robado del balcón de doña Mentruit - elevando mucho su rostro enfermo, mirando desde su nueva altura la figura cochambrosa del pintor, cavilando qué movimiento le reportaría más dividendos. Por fin habló con su acento más refinado.
-Disculpe mi indiscreción. ¿No será usted López Carrillo, el autor de esta... sobrecogedora obra?
-El mismo que viste y calza - respondió López mientras se repasaba las narices con el pañuelo.
-¡Permítame felicitarle por este notable esperpento pictórico, una vanagloria a la ruindad - y recalcaba 'gloria' - ejemplos impresionantes del más puro estilo herrumbroso del arte español! -López, que no entendió de la misa la media, le agradeció sus palabras. -¡Amigo Cabanillas - y le miró a éste con sus ojos febriles y pomposos - quítese el sombrero porque estamos en presencia de un pintor baldío, de un maestro desmañado de la ciencia plástica! - Manuel, que ya le veía venir a su ilustre instructor y que no llevaba sombrero, hizo una exagerada reverencia y puso cara de sobrecogimiento. -¡Qué textura, qué volumen, qué composiciones tan dislocadas e indolentes! ¡Esa... vaca a un lado, y al otro la chuleta de Villagodio!
-Es una bota de vino - intervino López muy jovial -, y la vaca es un Unicornio.
-¡Un Unicornio, Cabanillas! ¿Ha oído bien? ¿Se da cuenta? ¡Qué grande es el universo 'lopista'! Perdone que me emocione con sus cuadros. Vera, soy marchante internacional y cuando veo obras con esta falta de enjundia, me da un ataque diarreico. ¡Permítame mostrarle mi conmiseración! - Y Pla le estrechó la mano con fuertes sacudidas. -¡Enhorabuena, maestro, y perdone en lo que le toque!"
"Me puse en pie y al instante me sacudió un leve desvanecimiento, como si se hubieran aflojado todas las tuercas de mis articulaciones. Estaba en control, me repetí, alegre, sin más. Tras recuperar el equilibrio, me arrastré hasta el teléfono al lado de los váteres. La excusa de la llamada, cavilé con torpeza, sería Amancio, si le había contado algo más. En realidad solo quería oír una vez más la voz redonda, crujiente y dulce de Carmen.
-¿Hello? - guardé un silencio deleitoso. - ¿Diga? Hello!
-¿Carmen?
-¿Lucas?
-¿Cómo estás?
-Bien. - Nuevo silencio. - ¿De dónde me llamas? No me lo digas. Del Spanish.
Me sentía atrevido, pero sin recursos para gobernar mi discurso.
-Quería... quería saber si Amancio, el poli o lo que sea, te contó algo más.
-No. Me acompañó al metro y se fue. - Carmen hablaba con sequedad pero yo la coloreaba hasta convertirla en dulzura y gentileza.
-Me pregunto... te preguntó algo... sobre el pasado...el tiempo en Barcelona de vosotros.
-No sé qué diantres me dices, Lucas.
Mi cabeza se deslizaba sobre una fina capa de hielo. El atrevimiento había dado paso al descaro.
-Carmen.
-Qué.
-Te amo.
-Ya me lo has dicho antes. Cada vez que te emborrachas. Por suerte luego se te olvida.
-Es que necesito oírlo en mi boca.
-¿Para creértelo?
-Qué dura eres.
-Es muy tarde, Lucas, y siempre que te tomas un par de pintas de más estás con la misma canción.
-¡Cásate conmigo, en Gibraltar, como John Lennon! ¡Nadie tiene por qué enterarse!
-Estás loco. Hazme caso
y vete a dormir la mona. "
"La redacción de 'Crítica de Arte' ocupaba un piso en la Plaza Cataluña de suelos de madera maltratada, mal ventilado, de decoración misionera, plagado de humedades, con olor a alcantarillado y de silencios mustios. Estos silencios - principalmente porque el piso, alargado y flaco como un muerto, daba a un patio interior cagado por las palomas y las ratas - solo se veían rotos o por la llamada diaria que realizaba el dueño de la revista al único teléfono de la redacción, o por el caminar patoso y bobalicón del adolescente gordinflón Toño Portolés, un chico para todo de bata verde, cejijunto y la cara afligida por un sarpullido de acné, o por el repicar de las máquinas de escribir de sus dos redactores, Ismael Gutiérrez y Vicente Valpuesta. La única dedicación diaria, semanal, vitalicia, de estos dos pulcros y eficientes periodistas y amantes del arte, era la de pasar a máquina los textos escritos por otros, los colaboradores externos, y cerciorarse antes de entregarlos a imprenta de que no se había colado ninguna errata burlona. El primero rondaría los cuarenta y cinco años de edad y Valpuesta los sesenta.
El primer día de trabajo de Manuel Cabanillas como director de la revista de arte, Gutiérrez y Valpuesta le esperaban sentados ante sus 'Olivetti' sin que pudieran disimular una pulcra anticipación. En su bienvenida no hubo ni cohetes ni guirnaldas; estrechó la mano, lacónica y húmeda, de los que desde ese momento serían sus subalternos. Éstos se presentaron y solícitos, recordaron que estaban para servirle. Manuel no dijo nada y sin mayores formalidades, se inclinaron sobre sus respectivas máquinas. El recién nombrado director pasó a su despacho, una habitación de tres por tres con el balconcillo a medio desplomar, las paredes asaltadas por telarañas flácidas, clavos a medio clavar, dos retratos de cierta envergadura de Franco y Primo de Rivera, un crucifijo y un reloj amarillento cuyo segundero murmuraba in cesar. Y como pieza central, una mesa de despacho con un dietario en blanco, una lamparita mísera, en especial cuando se iluminaba, y un teléfono muy negro y muy pesado. En fin, aquel era el puente de mando de una nave oxidada y a la deriva que desde ese momento, Manuel Cabanillas, debería de gobernar por los embravecidos mares del arte.
Muy pronto comprendió Manuel cuál sería su dedicación diaria: pasar las horas sentado delante de aquel escarabajo compuesto por micrófono, auricular y cables, esperando a que sonara, mientras observaba a través del cristal de su puerta, como si se tratara de su zoológico particular, la obstinada y eficiente labor de sus dos periodistas, leyendo, releyendo y volviendo a leer los escritos, sobresaltados con horror cada vez que se encontraban con una impertinente errata. Entonces, con la agilidad de un filatelista se lanzaban sobre la presa, la despuntaban del texto con su propia semiótica ancestral y regresaban a la caza de otra despreciable e insolente anormalidad gramatical. A veces a uno le daba la tos o chasqueaba la lengua, molesto por haber hallado en su enésima lectura algún error refugiado en el bosque de letras. En esos instantes de trastorno el otro le miraba y tras un breve diálogo telepático, comprendía lo sucedido y ambos regresaban al picoteo constante de los textos creados por humanistas extraños.
Y todas las tardes, a las siete en punto, sonaba aquel insecto con un timbre ronco.
-¿Todo bien por ahí?
-Sí, señor.
-¿Alguna novedad en el frente?
-No, señor.
-Entonces, todo según lo establecido, ¿no es así?
-Todo, señor.
-No se me despiste, señor Cabanillas.
-No, señor.
-Hasta mañana entonces.
-Hasta mañana."
"La plaza donde se iba a inaugurar la fuente, una alegoría de 'El Nacimiento de Venus', de Boticelli, en la que la concha era la cáscara de un huevo lleno de agua y la Venus una figura a la fertilidad femenina, había sido vallada para evitar que la chiquillería y los viejos deslucieran con su presencia un acto que tenía que brillar "como exponente de la intrépida Cruzada cultural y cristiana en la que el Gobierno de España se ha embarcado en su emancipación del yugo marxista", tal como explicó el secretario del ministerio. Dalí merodeaba entre aquellos aduladores como si tomara las medidas de cada uno para confeccionarles camisas de fuerza a medida. Por detrás, con el silencio de los retratos, le seguía la que debía de ser la lagarta de la que Carmen le advirtiera, pensó Manuel. El pintor de Figueras, con túnica blanca y flores en el pelo, se abría paso hasta la fuente con las puntas de sus bigotes como dos finos abrelatas, sin responder a los halagos taurinos que le lanzaban por derecha e izquierda. Con paso torpe pero decidido, Manuel se acercó hasta su lado.
-Bonita fuente.
Fue lo primero que se le ocurrió y Dalí, un amante de la espontaneidad, le clavó sus dos ojos negros como dos boñigas. Era más delgado, viejo y majareta de lo que parecía a distancia.
-Bo-ni-ta y ca-ra - le respondió separando cada sílaba.
-¿Y no tiene chorros de agua?
-¿Chorros de a-cua? -, preguntó el genio sorprendido. Y añadió: -No, pero en el vér-ti-ceeeee más alto que hace como un a-cha-ta-do aaaaaastronóóóóomico en la ca-be-za, se coloca un hu-e-vo e-pi-céééééén-tri-co... y no se cae. Es la ar-mo-ní-a ga-láááááác-ti-ca de la evolución hú-ma-na. ¡De la con-cepcióóoón humana! Es un no-bi-lííííí-si-mo y dig-nííííí-si-mo culto a la cre-du-li-dat.
-Deja ya de decir gilipolleces - le soltó la lagarta de ojos huraños con voz ronca y extranjera.
-¡Venga ya! - exclamó Manuel atrevido por el alcohol. - ¡Cómo se va a aguantar un huevo ahí arriba!
-Por-que es la fueeeeente de la cre-du-li-dat humana. Observe.
El pintor se acercó al Obispo de la ciudad, le habló al oído y de inmediato el rubicundo prelado, con la cara bañada en sudor y entre movimientos amorfos, habló con un cura y éste con un monaguillo para que se acercaran a la tienda de ultramarinos del barrio y comprara una docena de huevos. Al poco, el mismo monaguillo, con los faldones remangados se introdujo en el agua de la fuente, se encaramó en la figura, colocó un huevo en la cabeza de la figura e inevitablemente se cayó. Dalí indicó al Obispo que la operación requería manos más santas y piadosas, por lo que el siguiente en intentar colocar el huevo sobre la cabeza de la 'Venus' tetuda y de abultadas caderas, fue un capellán de coro, pero con la misma suerte. Luego pasó el Obispo y tras él, con los pantalones a la altura de los tobillos el teniente coronel de la Benemérita y varios vicesecretarios. Cuando Dalí tenía a las autoridades invitadas empapadas, con los pantalones por la rodilla y poniendo la fuente perdida de huevo, se acercó a Manuel y le dijo: "¿Ve us-tet cómo es la fueeeente de la cre-du-li-dat?"
Aquella demostración del
poder del artista - un pintor, por perturbado que fuera, había logrado lo que
no habían conseguido las pistolas o un buen fajo de billetes: humillar en
público a los estamentos de la sociedad - le hizo comprender a Manuel lo que
Pla tantas veces le había repetido, que el arte es poder y que servirá a los
intereses de quien lo controle. Dedujo con acierto que control, en la mayoría
de las ocasiones implica conocimiento, por lo que se propuso leer y estudiar
todo aquello que cayera en sus manos sobre arte, incluidos los números
atrasados de la revista de la que él era director."
"Mi presentación oficial en el círculo de la comunidad española como director de 'España en Londres', fue con motivo de una gala en el Instituto de España. El Excelentísimo señor Embajador, Don José Joaquín de la Bellacasa, entregaba el trofeo "¡Y viva España!", al equipo de fútbol formado por los periodistas de la Agencia EFE, RTVE y Radio Nacional de España, tras imponerse en la final del torneo de gremios españoles al formado por los importadores de embutidos y productos delicatesen (el premio era patrocinado por 'Chorizos Revilla'). Llegamos tarde, como era habitual, Manuel moviendo con escaso arte un bastón que había añadido a su perifollo diario desde que comenzara a tener problemas con la artrosis de una rodilla
Poco antes de entrar en el edificio me pidió que bajo ningún concepto abriera la boca, ni para ir al retrete.
-Tú me dejas hacer a mí, que a éstos no los sabe tratar cualquier. A mí me respetan, ¿sabes? Sé de qué pie cojea cada uno.
Manuel entró saludando por doquier y excusando nuestro retraso por mis escasas gracias para conducir por la metrópolis entre negros e indios "que entenderán de la jodienda, pero de conducir nada de nada." Lo primero fue dirigirse a la mesa donde las bebidas y los canapés, mariscos, quesos y jamón de Pata Negra, estaban ordenados marcialmente. "¿Ves, tocayo? Viandas a tutiplén. ¡España se divierte como si el dinero lo regalasen! ¡Toma piscolabis subvencionados por este Gobierno de canijos!" Luego llegarían las presentaciones: Rigoberto López Altuvez, Victor Adolfo Contreras, Seferino de Amor y Weinschenk, José Antonio Grande Palacios...
-Os presento a mi nuevo director y tocayo, Manuel Allende, economista y periodista, una pluma de categoría. ¡Ojo con él, que éste os va a dar guerra! Yo ya la he dado durante muchos años, ¡demasié como se dice ahora! Le va a dar a la revista más contemporaneidad - y aquí ya se perdían los secretarios y subsecretarios - para ir más acorde a los tiempos demodé que tan bien representa nuestra aneja Embajada y por ende nuestra remisa e inteligente comunidad hispana. ¡Lozanía! ¡Que es así, Rigoberto, tío, tú bien lo sabes, si no te transformas estás rendido! Hay que ser como el cura de Figueras, ese que a sus setenta y tantos años fue padre. ¡Pero de mí no esperéis milagros, que la tengo más doblada que el Cabo de Gata!
Yo no abría la boca, lo justo para comer y beber, mientras Manuel me empujaba de grupo en grupo: "economista y periodista... una pluma de categoría..." Y yo, con un título de bachiller bajo el brazo, callaba como un obediente subalterno, escuchando la voz simpaticona y aguardentosa de Manuel componiendo y repartiendo halagos como un padrino reparte caramelos a la salida de un bautizo: "¡Luis Andrés, no me habías dicho que tenías una hija tan guapa, tan enteco y rozagante...! ¡No me digas que es tu señora esposa! Es que verás tocayo - me decía - Luis Andrés, que es el presidente del banco español más importante en este Londres que nos mata, además, como si fuera cosa menor, siempre ha mostrado tener el mejor gusto de la sacratísima colonia española. Aún no ha desembarcado el paisano, y eso que os saco un montón de tacos, que se haya mostrado tan adocenado como Luis Andrés, no tienes más que ver su engolada y altilocuente esposa (...) ¡Menuda lección les has dado a los de la 'Confe', José Antonio! Ayer les visité y echaban chispas. Pues oye, ¿sabes lo que te digo? ¡Que se lo merecen, se merecen un baño de humildad! Porque, Manuel escucha bien - me decía mientras yo apuraba a dos carrillos un bocadillo de jamón - yo siempre he dicho que José Antonio tenía razón en su disputa con la Confederación de Cajas. Tocayo, aquí donde lo ves, estás delante de la persona que maneja el banco español más importante en Londres. ¡Cómo que no! ¡El más grande! ¡Cómo que no eres el sheriff, tú eres el que corta el bacalao, eres el directivo baldío más supeditado y sobresaliente de la institución! José Antonio, yo he conocido muchos directores comerciales de banca, aquí, en Londres, y todos han sufrido un enorme prolapso en sus carreras al regresar a Madrid, pero como tú pocos y no es por dar coba que a mi edad sobra (...) Manuel, a Rafael hay que tratarle bien, al que mejor. Es el español que más ha hecho por la colonia indocta española que Dios nos libre. ¡Cómo que no! Qué sería de nosotros sin ese mefítico pulpo a la gallega, o sin ese punto a los boquerones en vinagre que solo tú les das. Además, tocayo, tienes que tratarle bien, al que mejor, ¿sabes por qué? Ahora que no nos oye, es un tremebundo y horrísono amigo del alma, el mejor. No digas que no porque lo que digo es filfa de la buena, con el corazón. Por cierto, Rafa, Fali, colega, aquí llevo una factura que aún me tienes que abonar por el anuncio de febrero-marzo. Si no te importa y echas un autógrafo. ¡Oye tocayo, el próximo número quiero un especial Rafael y su cerval restaurante, ¿me oyes?! - Y me decía al oído: -¡Y deja de comer que aquí hemos venido a trabajar!"
"Quizás no me explico bien con palabras cuando tengo que describir sentimientos, pero habrán adivinado cuál era mi estado aquella noche y comprenderán por qué cuando llegué a la estación de Victoria tenía la gabardina calada y la sensación de, quizás, estar haciendo el idiota. Ni soy nostálgico ni romántico ni me encapricho con las mujeres con facilidad, pero cuando busqué a Carmen entre un mosaico humano que arrastraba maletas y bultos de las formas más caprichosas, sentía entre palpitaciones que quizás aún quedaba una mínima esperanza de doblegar la voluntad de una mujer. Infeliz. Tanta ilusión solo podía ser producto del alcohol, lo reconozco. Si en vez de pinta tras pinta hubiera bebido very nice cups of tea, aquella noche habría terminado en algún bar de copas en compañía de Rodri o de Serafín, jurando a alguna inglesa, suspicaz de aquellos latinos maduritos, que ser del Athletic Club era una religión con Dios, Papa y Espíritu Santo.
Encontré la terminal de los autocares con destino a Barcelona con facilidad. Un vehículo preparaba su salida. Su conductor llenaba la bodega con las maletas de los viajeros, la mayoría parejas jóvenes, primerizos en ausencias, que, o bien lloraban en silencio o lo evitaban con muecas feas. Otros viajeros, los que por más edad han aceptado que la soledad es lo que queda después de una vida, esperaban sentados en el interior, nostálgicos de los días en los que tenían a alguien con quien compartir las lágrimas. Entre ellos estaba Carmen, con el rostro sobrio y la mirada perdida en algún punto de sus últimos treinta años. Me vio, y al instante algo se iluminó a su alrededor: los ojos se hicieron enormes y la boca se abrió hasta formar una bella 'O' roja. Vestía un traje crema, un chubasquero rojo y se cubría la cabeza, su melena zaina y airosa, con un pañuelo también crema. Bajó del autocar y tras reconocer falsamente su sorpresa por verme allí, me dio dos besos.
-Salimos en unos minutos, has llegado por los pelos.
-Lo sé. Aún tenemos veinte minutos.
-A Paco, el pobre, le dije esta mañana que salía a las once y media, media hora más tarde. Temía que se presentara aquí y montara un espectáculo, el pobre.
-Está loco por ti.
-Desde que llegué a Londres. Pero el amor no es suficiente, Lucas. Necesito que la chispa de la pasión esté presente cada día. Y Paco tiene menos chispa que un mechero.
-Estás muy anticuada, mujer. Las chicas de ahora no necesitan pasión.
-Es posible...pero no saben lo que se pierden."
"Con la maleta de cuero en una mano y la otra apretando los cuellos del abrigo, brinqué por las calles de una Barcelona refrescada por las humedades de las primeras luces. Los repartidores de pan y de periódicos anunciaban el fin de la noche y los serenos se tomaban el primer carajillo del día y el último de la jornada en los bares que aún bostezando, mantenían sus persianas a media altura. Crucé veloz por el mercado de Sant Antoni y la Gran Vía, muy pegado a las paredes, saltando de sombra en sombra, cruzándome con algún trasnochador que se confesaba en una esquina o que se preguntaba cómo narices sobreviviría ese nuevo día, que ya anunciaba su presencia en lo más alto del cielo.
Iba en busca de Carmen pero sin saber muy bien cómo reaccionaría a mi deseo de que huyera conmigo. Tras un noviazgo en el que ella entregó y yo prometí, la necesitaba para poder rehacer mi vida allá donde termináramos. Estaba dispuesto a cualquier barbaridad con tal de mantenerla a mi lado, y así, cobijado entre las sombras, sin quitar el ojo a mí alrededor, camuflado entre el anonimato de los primeros trabajadores que acudían a sus lugares de tortura, concluí que lo mejor sería embaucarla una vez más, obligándome a que cuando llegáramos a nuestro destino, desconocido pero predestinado, así se lo diría, nos casaríamos como Dios manda. Os aseguro, amigos de mis entretelas, que aquel compromiso que si bien comenzó como un soborno, se ha convertido al cabo de treinta años en una de las mejores decisiones que he adoptado a lo largo de mi larga vida. ¡Y que se cumplan otros treinta años! ¡Jo, cómo somos de agradecidos los de la segunda con tres cuartos edad, en esto del amorío, ¿eh, Carmen?!"