Extractos, El Hombre que puso fin a las Guerras
Estación de Bayona, 1914
"Bajo la marquesina de las grandes líneas, las que unen la ciudad al sur con la frontera y al norte con la capital, bullía la animación repetida de las tres y quince. En ese instante, siempre preciso, coincidían en la misma vía la locomotora que se disponía a viajar a París y la que regresaba de Hendaya, ésta siempre pidiendo paso a breves y repetidos silbidos y la otra contestando también con cortas pitadas que se había enterado. El maquinista de la locomotora de París que arrastraba seis vagones, abrió los purgadores y el vapor se proyectó rasando el suelo con una blancura que se arremolinaba y crecía en grandes bocanadas. El exprés se puso en marcha con torpeza, dejando atrás un ruido de voces de mando, el entrechocar de los armazones de hierro y un griterío humano por las ausencias recién estrenadas. Antes del cambio de vías, el tren de Hendaya respiraba chorrillos de vapor por sus válvulas estrella como un gusano embrutecido y acalorado, en espera de que el subjefe de estación le diera la orden de entrada. El farol rojo del guardagujas se apagó, se encendió la luz blanca y el subjefe levantó la linterna para que el maquinista le viera. Silbó de nuevo y abrió el regulador, el tren se puso en movimiento levemente, de manera casi imperceptible para los viajeros."
El Club Militar, Bayona, 1914
"El estado quejoso del edifico que albergaba el Club Militar, también era una resignación ante lo inevitable y clamaba a voz en grito el haber conocido tiempos mejores durante el Imperio, lejanos ya, pero nunca olvidados por los militares. Las humedades, al ascender por su fachada de piedra mordisqueada por la lluvia y el viento, dejaban rastros de mucosidades verduzcas, casi negras, que lo afeaba y entristecía. El tejado de uno de sus cuerpos cilíndricos con vanos rectos, mostraba tal estado de deterioro e inestabilidad que hubiera bastado un viento moderado procedente del Adour para que se viniera abajo con tejas, vigas y crucetas. Su interior contrastaba con fuerza. Al traspasar la puerta de madera sólida y reforzada con cinturones de hierro, el esplendor del interior producía la misma impresión que una anciana frágil, con la piel deteriorada por los años, desdentada y con escasa luz en sus ojos pero que era capaz de mostrar a través de la conversación que en su interior aún vivía una fortaleza y una solidez que el tiempo no había sido capaz de minar. Las paredes revestidas de maderas, las altas librerías, los grandes candelabros, los techos policromados, los suelos recios y desgastados; pendones, armaduras, sables y cuadros de sanguinarias y heroicas hazañas, componían junto con ese perenne olor a trapería y ceras, el Club Militar del Chateau Vieux.
El comisario Gilbert Abeberry tomaba pequeños sorbos de Porto en la biblioteca, la sala en la que por sorprendente que pareciera, reinaba siempre una algarabía de voces roncas, el lugar donde los distinguidos miembros del club mantenían las más encendidas discusiones, siempre rebozadas en densas nubes de humo y sobre cualquier tema que saliera a colación durante las lecturas de los diarios, tanto locales como nacionales. Aspectos políticos como las debilidades de la III República, el sospechoso afecto de Poincaré por lo ruso, ese peligroso socialista que era Jean Jaurés al que se martirizaba y crucificaba, o militares como la siempre esperada venganza por la violación de Alsacia y Lorena por parte de la imperial Alemania, y hasta asuntos tan frívolos como las piernas de las bailarinas de turno en el Mairie et Theatre. Rara era la ocasión en la que alguien ojeaba uno de los libros sobre historia militar y geografía cubiertos desde hacía décadas por una capa mate de polvo y ceniza. Por las noches cuando por fin reinaba el silencio, el suelo era un revuelto de periódicos doblados, golpeados, pisados, desmembrados, sobre los que se había juzgado el presente y el destino de la patria. "
Belmont Park, Nueva York, 1914
"- Bien señores - aprovechó el silencio JP Morgan -, ¿qué les parece si vamos al grano?
La sala estaba bien iluminada por los grandes ventanales que daban justo a la línea de llegada de la pista del hipódromo. Quizás demasiado iluminados para el asunto que les había llevado a sentarse alrededor de aquella mesa ovalada. Morgan se aproximó a los ventanales y cerró las persianas de madera. Al instante la sala quedó en penumbra, rasgada únicamente por los rayos de luz que como guillotinas cortaban la oscuridad, lo que no evitó que las sombras campearan a sus anchas por los rostros de los presentes. Herbert, Bush, Harriman y Schiff encendieron cigarrillos; Rockefeller, Morgan y Du Pont, gruesos puros y Stillman su pipa. El humo componía formas burlescas y azulonas cada vez que atravesaban los rayos de luz. "
El Campo, Bayona, 1914
"Cuando el lechero alcanzó la casa de Agathe Larronde, en las afueras de la ciudad, ésta esperaba en la entrada al acceso de su casa con la tinaja de leche a sus pies, intranquila por el extraño retraso de Monsieur Guillon. Nada más doblar la última curva y desde lo alto de una loma, el lechero extendió la vista buscando emocionado a la bella Agathe. Porque a su manera y a pesar de la edad, la anciana era aún una mujer hermosa, con el pelo blanco recogido en un moño alto dejando entrever, como un escenario magnífico, la blancura de su cuello. Los dos eran viudos, los dos hablaban sólo lo justo y para defender el orden y la costumbre, ambos tenían el derecho de sentir una vez más en sus vidas la pasión antes de que la edad les tachara tales sentimientos de ridículos. Y si ella parecía disimular mejor sus desvaríos o su ansiedad por un roce de Fabrice, sencillamente se trataba de una falsa percepción, producto de que el hombre disimulara aún peor su emoción. Se le humedecían los ojos, se le acartonaban los labios y en general se le descolgaba toda la cara en una estúpida mueca de felicidad. Ninguno de los dos se había atrevido a profundizar aquel sentimiento durante sus breves encuentros matinales más allá del intercambio de palabras que servían para comentar el tiempo o el estado de los cultivos de la temporada.
-Disculpe el retraso, Madame Larronde. Ha sido la vieja 'La Rousse' - se excusó el lechero desde lo alto del carro.
-Me preguntaba que le podía haber sucedido. Usted es más puntual que el reloj de la catedral. - Los dos bajaron la vista mientras el hombre procedía a verter leche en la tinaja de Agathe. - Y ¿qué es lo que le ha sucedido a su yegua?
-Ha muerto. - sentenció Fabrice rotundo. Y remató. - De vieja.
-Pobrecito animal -, correspondió la anciana.
-Llevaba tiempo pensando que ya no tiraba con fuerza -, explicó el lechero, y agregó satisfecho - quizás me compre un camión.
-¡Un camión! Es usted muy atrevido y muy valiente -, apuntó pizpireta Madame Larronde.
El hombre puso fin a la brillante y densa catarata de leche. Agathe siempre llevaba el dinero justo que reunía durante el día anterior. Era su manera inconsciente de pensar cada instante en Monsieur Fabrice. Le pagó y se despidieron hasta el día siguiente. La mujer regresó a la casa no sin poder evitar mirar atrás y ver una vez más la figura encorvada del lechero sobre los prados verdes y dirigiendo su carro directamente hacia el sol."
Ermita de Notre Dame du Pilar, Ustaritz, Bayona, 1914
"Apenas una treintena de familiares y amigos se habían desplazado hasta la ermita de muros musgosos, rodeada de robledales y hayas, en un escenario de recogimiento y enorme belleza. Los novios irrumpieron en la centelleante luz del mediodía, sonrientes y del brazo, como si hubieran cometido una picardía amparados en las sombras de la ermita y se hubieran salido con la suya. Nada más asomar, los esposos fueron recibidos por una nieve de arroz y de pétalos de rosa. Mientras, los tañidos endebles y raquíticos de una campaña de latón revoloteaban en lo alto. Los hombres vestían de traje oscuro, camisa almidonada muy blanca y corbata negra, la misma que utilizaban para los funerales y para la misa de los domingos. Muchos llevaban la tradicional txapela ligeramente inclinada a un lado, otros la sujetaban entre grandes y curtidas manos, mostrando sus rostros endurecidos y rasurados, y muy repeinados, con el pelo tirado hacia atrás, aplastado y untado en brillantina, y las mujeres, de pieles blancas y pelo recogido, vestían ropas humildes pero limpias y discretas, zurcidas para la ocasión, y adornadas con flores de tul y mostrando orgullosas las joyas de oro y plata empobrecidos y guardadas en las familias a lo largo de generaciones.
Pierre vestía el mismo traje de tres piezas que utilizaba para su trabajo, pero en vez de corbata se había colocado una pajarita de tono pardo que le confería un aire festivo y de distinción a la vez. Aquella mañana Pierre había vuelto a sonreír, desintoxicado de los sucesos de la noche anterior y alumbrado por la felicidad, pura y honrada, de los novios, sus familiares y amigos.
En el mismo orden y con un creciente aire de festejo y alboroto - las mujeres no habían dejado de parlotear desde que el cura declarara a la joven pareja marido y mujer -, la comitiva se encaminó por un pequeño sendero salteado por helechos rojizos hasta lo alto de una loma donde, desde hacía varias generaciones, la familia Mignon habían vivido, cultivado y más recientemente, explotado una productiva granja de cerdos. Desde aquella altura y bajo una bóveda azul y luminosa se divisaba a la derecha el monte Larrún, y a la izquierda el pico Mondarrain. A sus pies, al norte, se extendía la gran llanura francesa. En un prado cercano a la casa y lo más alejado posible de las pocilgas, la madre de Emile junto con otras mujeres de la familia, habían dispuesto una mesa muy larga con bancos corridos a los lados, y sobre la que comenzaron a brotar platos de chuletas, salchichas y morcilla encebolladas, procedentes de la matanza reciente de dos cerdos, platos a los que se unieron solomillos asados, estofado de vaca y guisado de carnero. Por la mesa corrían las botellas de vino, sidra y aguardiente, y como postre una tarta de tres pisos de pastel de Saboya y en lo alto dos muñecos de porcelana, toscos y mal pintados, un novio rubio y sonriente y una novia seria y compungida."
Gare de Montparnasse, Paris, 1914
"El expreso del sudoeste, una locomotora ennegrecida por el hollín y enganchada a siete vagones, hizo su entrada en la Gare de Montparnasse a primera hora de la mañana, justo cuando un tropel de viajeros transportados en trenes de cercanías, desembocaba en la ciudad en oscuras oleadas. Cada vez que hacía su entrada un tren, el golpeteo de las portezuelas abriéndose y cerrándose recordaba a una lluvia de granizo intensa pero breve. A lo lejos se ahogaban los prolongados sonidos de bocinas de otras máquinas pidiendo entrada en la estación, y en los andenes los viajeros rompían a su paso la neblina de vapor expelida por las locomotoras, formando rizos blancos que se desvanecían en lo alto de la marquesina central. En su mayoría eran oficinistas y funcionarios, ajenos unos a otros y que consultaban sus relojes para adaptar su paso a la urgencia de la hora, capaces a la vez de esquivar con gran maestría las carretillas cargadas con pesados equipajes y a los empleados desganados que empujaban los caloríferos de los coches o que iban apagando una a una las pocas lámparas de gas que aún prendían en la estación y que compartían alumbramiento con las eléctricas.
Pierre Etcheberry descendió del tren cuando la máquina resoplaba los últimos vapores por el esfuerzo acometido durante casi un día de trayecto. El tamaño de cuanto veía le resultó desolador; una multitud desfilando en un cumplido orden, la marquesina y su enorme armazón de hierro, los andenes espaciosos, el sin fin de líneas perdidas en las últimas brumas de la mañana, junto a un mosaico gigante de sonidos y olores humanos y anónimos, a grasas, aceites y breas, como si todo ello formara parte de una maquinaria de medidas colosales recién engrasada y con el único fin de alimentar a la ciudad de hombres, mercancías, ambiciones y sudor. El sol, con la furia de un verano recién inaugurado, se colaba por los ventanales del este y caía en columnas doradas sobre aquel globo de hierros y humos."
Un portal en el centro de Paris, 1914
"El recadista de la floristería 'La Belle Fleure', disfrutaba cada vez que tenía que entregar un despacho en la residencia de la señorita Karsávina, algo que sucedía con una dichosa frecuencia, a veces hasta dos y tres veces al día. Lo que motivaba la jovialidad en los andares de aquel niño vestido con pajarita verde y tirantes negros sobre una blusa de paño barato y ajado, era la posibilidad con cada visita de encontrarse con la hija del portero del 134 del Boulevard Haussmann, una niña delgaducha, de labios resecos, mejillas deslavadas y ojeras verduzcas, en general de aspecto enfermizo, que a pesar de su debilidad física, era capaz de regalar al recadista la mirada azul más cándida y dulce que una niña enamorada podía ofrecer.
En esta ocasión el recadista también sorteaba a los viandantes con gracias y piruetas precipitadas, llevando en sus manos un ramillete de cuatro rosas casi moradas, sin nota ni sobre que indicara la identidad de su ordenante. Llegó al portal y allí, en el patio interior, en la única esquina en la que las humedades y las sombras se habían diluido para que la luz del sol formara un rectángulo perfecto, estaba sentada la hija del portero, con su pelo castaño ocultando casi por completo su cara y el poso a resignación que deja la mirada triste de los que viven entre dolores. El recadista se apostó a su lado, apoyándose con el codo en la pared, y se puso a contar a la joven machadas de pandillero de barrio, hasta que el padre de la niña apareció por la puerta de la carbonera, negro como un tizón y sudado como un esclavo, espantando todas las historietas atrevidas del recadista con una sola mirada y recordándole que tenía trabajo que hacer."
Montmartre, Paris 1914
"-Déjeme que le invite a usted y a la niña a tomar algo caliente mientras hablamos.
La propuesta gustó a la mujer que, sin perder su desconfianza por aquel desconocido, siguió a Pierre hasta la taberna. En su interior el olor a comidas y sudores, se mezclaba con el del vino y el aguardiente en un insoportable tufo al que, con el paso de los minutos, uno llegaba a soportar sin sentir náuseas. Era temprano aún y apenas había clientes; algún trabajador rezagado gastándose la paga y el inevitable borrachín que compartía de día y de noche la esquina del local con las cucarachas, las pulgas y los ratones. Aun así, los pocos clientes miraron con desconsideración a Pierre, un caballero bien vestido y con maneras elegantes seguido por 'la Boiteuse' y su comparsa. Al verla caminar, Pierre entendió por qué la llamaban 'la Boiteuse'. Chloé Henri cojeaba de su pierna derecha, que era algo más corta que la izquierda. El grupo se sentó en la mesa peor iluminada pero lo suficientemente alejada de la barra como para hablar sin que nadie les escuchara. El inspector pidió caldo de pollo, pan y una jarra de agua. Para él aguardiente. La niña, sentada al lado de su madre, miraba a ésta con tristeza y luego al inspector y volvía a su madre. Lucía una frente despejada, un pelo del color de la paja que de vez en cuando lo peinaba hacia atrás, se le había alborotado y parecía un nido compuesto por miles de hebras. Su boca era pequeña pero bien cincelada y a diferencia de su madre, los labios eran de un color tan rojo que parecían pintados con sangre y en sus mejillas se asomaban dos nubecitas rosas. Había algo en la mirada de aquella niña que no era nada infantil, quizás por una natural falta de expresividad o por las cejas, planas y desnudas, o quizás porque no miraba a los ojos sino a los labios. Cuando el tabernero arrojó la comida y la bebida sobre la mesa, aquella niña dejó entrever un instante de luz en su rostro y comenzó a comer de manera atolondrada e impetuosa. El bebé chupaba distraído de un pezón oscuro del que con dificultad podía obtener alguna gota de leche."
Montmartre, Paris 1914
"Tamara Karsávina salió del portal, subió por el Bulevar Haussmann y dobló por la Avenue de Messine. Estaba bella y cautivadora, con un vestido de seda de color marfil sin mangas, entallado bajo el pecho, de caída libre y estrecho a la altura de los tobillos, con bordados de vivos colores y puntillas de oro y plata, un modelo diseñado por su modista preferido, Paul Poiret, y que lograba resaltar la deslumbrante y esbelta silueta de la bailarina. El sombrero era de paja, con flores y pequeños frutos de tela y tul, a juego con su parasol blanco en el que se recortaba y destacaba su melena negra de la que se desprendían destellos rojizos. Hacía poco que se maquillaba, frivolidad que solo les era permitida a las mujeres relacionadas con el mundo del espectáculo. Lejos quedaban ya, se alegraba la bailarina, los días en los que utilizaba arsénico o plomo para blanquear su piel y marcar aún más las venas azulonas. Sus labios eran largos y finos, pero por el centro se abultaban juguetones y sobresalían provocativos, caprichosos, como si siempre estuvieran a punto de besar. Era un gesto natural que desde adolescente había utilizado para hacerse aún más atractiva y excitante. La belleza de Karsávina llamaba la atención de los hombres y mujeres con los que se cruzaba, y muchos se volvían a su paso y murmuraban con devoción: '¡la Karsávina!' "
En el Orient Express, Junio, 1914
"El compartimento del inspector vascofrancés se encontraba en el centro del tercer vagón por la cola, por lo que no tardó mucho en escuchar voces procedentes del extremo del vagón. Abrió más la puerta y miró por el pasillo. Al fondo vio a uno de los individuos. Tocaba en las puertas de los compartimentos y cuando abrían los pasajeros se presentaba como policía de aduanas. Una vez comprobados los pasaportes pedía perdón por la intromisión, les deseaba buen viaje y pasaba al siguiente compartimento. Pierre salió al pasillo con sigilo y se dirigió en la dirección opuesta. Tenía que ganar tiempo mientras pensaba en la manera en la que evitar a los dos policías austriacos. La primera opción fue la de saltar del tren pero la descartó al instante ya que a la velocidad en la que discurría, se trataba de un suicidio. Entró en el vagón restaurante. Un camarero recogía los vasos de los pasajeros más trasnochadores. Este indicó a Pierre que el bar comedor estaba cerrado pero ni siquiera le escuchó. Pasó al siguiente vagón. Tenía que pensar en algo ya, en cualquier momento el otro tipo, el que se había subido al tren por su parte delantera aparecería ante sus narices. Oyó puertas que se abrían y se cerraban, debía tratarse del austriaco que cruzaba por el vagón comedor. Estaba atrapado. En ese instante la puerta de un compartimento se abrió, una mano le sujetó del brazo y le tiró hacia el interior.
A pesar de la penumbra, Pierre pudo distinguir un aroma dulce y fresco reconcible y al poco la figura de una mujer. Al pasar el tren por un haz de luz procedente del exterior, el inspector certificó su temor, se trataba de la bailarina rusa. Quiso protestar pero ésta le tapó la boca con una mano y le arrancó la chaqueta casi a tirones. La mujer vestía un salto de cama salmón y el pelo caía sobre sus hombros, tan negro que en la penumbra se confundía con las demás sombras. Empujó a Pierre y lo tumbó sobre la cama. Muy seria le miró a los ojos y le besó con pasión, justo en el momento en el que los dos policías llamaban a la puerta. Al no haber contestación la abrieron. La joven se giró y sin mirarles dejó lanzar un grito de sorpresa.
-Perdonen - dijo uno de ellos en un francés mellado.
-¡Larguense! - les gritó Pierre con un acento alemán exquisito, el que había aprendido de su madre.
Los dos tipos cerraron la puerta del compartimento y se alejaron hacia el vagón restaurante."
En una casa en Sarajevo, junio 1914
"Gavro seguía apuntando con la Browning a la puerta del dormitorio cuando se abrió súbitamente. Un hombre joven, de veintitantos años, de intensos ojos azules y piel del color del cuero, miraba asustado y sorprendido a Gavro.
-¡Baja la pistola! - gritó sin voz Danilo Ilic. Gavro obedeció y bajo el arma. -¡Qué diablos estás haciendo!
-La estaba probando.
-¡En casa de mi madre no! - Ilic cerró la puerta. - Pensaba que yo era el insensato en esta locura.
-Perdona amigo.
-¡Vuelve a guardarla! -, ordenó Ilic. Ya más calmado prosiguió. - Por Dios, estamos todos muy alterados.
-Es lógico -, respondió Pincip mientras introducía el arma en la bolsa y esta debajo de la cama.
Ilic se acercó a la ventana y miró la calle. La noche caía con rapidez sobre las mezquitas, iglesias y sinagogas de Sarajevo y la lluvia, presencia constante durante todo el día, había levantado pequeñas ampollas al cristal, reproduciendo cientos de veces una tristeza urbana silenciosa y fría.
-¿Qué hacías? - preguntó Ilic, que vio los libros de texto abiertos sobre la mesa.
-Estudiaba.
-¿Estudiabas? - preguntó Ilic con sorpresa. - ¿Para qué?
-No lo sé - respondió Princip. - Me sentía culpable. - Ilic observaba con atención el rostro de Gavro que le pareció más pálido y enfermizo que de costumbre, con sus ojos enmarcados con ojeras pintadas a brochazos verduzcos, su cabeza desproporcionadamente más grande que su enjuto cuerpo, con orejas de soplillo, un ridículo bigote y siempre patinando a su alrededor una tibia tristeza.
-Culpable de qué.
-De estar a punto de entregar mi vida en sacrificio sin haber sido capaz de graduarme.
-Es demasiado tarde para hincar los codos, pero cada uno pierde el tiempo como quiere - apuntó Ilic con indiferencia por las cosas de su amigo.
-Me ayuda a olvidar que en unas horas habremos asesinado a 'Verdinanda' y que pasaremos a ser los nuevos mártires de nuestra patria. . La voz de Princip agitaba un tufillo mesiánico a su alrededor.
Un miedo disfrazado de osadía y predestinación se extendió entre los dos jóvenes que, en silencio, vagaban sus miradas por la habitación repleta de libros y panfletos."
En una calle en Sarajevo, junio 1914
"-¡Pandilla de inútiles! - rugió el Archiduque. Sophie le tomó de la mano para tranquilizarle. La mujer miró su vientre y se reconfortó con su próxima maternidad. Desde la acera la gente les observaba con creciente frialdad.
Princip sabía que aquella era una
ocasión única, se recordó que no estaba ante un hombre, que se trataba de la
representación del concepto que había odiado en los últimos años, la dominación
austriaca de su tierra. Había llegado la hora de citarse con el destino. Tiró
el cigarrillo y buscó la browning en su bolsillo. El miedo, como una planta
trepadora y venenosa, se apoderó de su cuerpo y le recorrió una flojera desde
las piernas hasta las manos.
Pierre observó confuso lo que
estaba sucediendo; miró al gentío, buscó caras y de pronto reconoció la del
joven de mirada melancólica, ojeroso y con un ridículo bigotito, que le habló
la noche anterior en la taberna. En ese momento Princip sacó el arma y con el
brazo temblando por el miedo apuntó al Archiduque. Pierre gritó "¡No!", y se
lanzó hacia donde estaba Princip; el heredero austrohúngaro miró ofuscado,
alertado por el grito y vio a un niño o quizás era un hombre raquítico con una
mirada triste y febril, que le apuntaba con lo que parecía una pistola, que
cerraba los ojos y apretaba el gatillo una vez, otra. Pierre cayó sobre Princip
justo cuando éste se apuntaba ya a la cabeza. Pero su asesinato ya se había
consumado.
Francisco Fernando sintió un
ligero escozor en el cuello y al instante notó que Sophie, sentada a su
derecha, entre el asesino y él, se inclinaba sobre su regazo. En su vestido
blanco comenzó a aflorar un rastro de sangre, como un racimo de uvas rojas.
-¡Sopherl, Sopherl, no te mueras!
-, gritó el Archiduque mientras buscaba un signo de vida en su esposa. - ¡Vive
por nuestros hijos!
La duquesa de Hohenberg ya había
fallecido. Del cuello de la casaca azul de Francisco Fernando comenzó a fluir
un reguero de sangre. El conde von Harrach que viajaba de copiloto, se abalanzó
sobre el heredero y le preguntó si se encontraba bien.
-¡No es nada, no es nada, no es
nada...! -, respondió el Archiduque mientras su voz, y con su voz él, se ahogaba
en su propia sangre.
Markus escuchó los disparos desde
la otra orilla del río cuando huía ya de la ciudad en un taxi. Al instante le
pidió al conductor que detuviera el vehículo. Un silencio atroz cayó sobre la
ciudad. Al cabo de un minuto un niño gritó desde el puente Latenier: "¡Han
disparado a 'Verdinanda', han matado al heredero!" El alemán no se inmutó.
Hacía mucho tiempo que ya no celebraba la muerte de un hombre. Su trabajo había
finalizado."
Verdun, mayo 1916
"-¡A cubierto! - gritó el teniente.
La tropa se desperezaba aún confusa cuando explotó el primer obús, a unos tres metros de la trinchera, levantando una espesa cortina de tierra que cubrió a la mayor parte de los hombres de Etcheberry. A ese obús le siguió otro y a ése docenas, como una lluvia de fuego y destrucción, hasta que la noche se iluminó con un solo fogonazo y el estruendo de la artillería alemana se convertía en un ensordecedor traqueteo sobre las cabezas de los hombres de Pierre. Hundían sus cuerpos y sus caras crispadas en la tierra de la trinchera esperando alguna orden de gran-père. Este maldecía a Abeberry por no haberle enviado ninguna orden todavía. Estaría paralizado por el miedo, pensó con desprecio el teniente. Al diablo con las ordenanzas, los alemanes habían identificado su posición en las viejas trincheras y sólo era cuestión de que ajustaran por precisión las telemetrías de los cronógrafos para que un solo 360 ó un 210, destrozara los cuerpos de media sección en el interior de aquella fosa común que olía a excremento y pólvora. Mangin les había enviado a un matadero y su capitán no había hecho nada por evitar la muerte segura de toda su compañía.
Marcel se tapaba los oídos como un niño que, desde su cama, se refugia en el silencio de los amenazadores ruidos de la noche, y Emile apretaba los dientes para que no le entrara tierra en la boca. Con cada explosión el suelo temblaba y las reverberaciones penetraban en los cuerpos de los soldados vascofranceses, agitando sus órganos. Entonces el cerebro se paralizaba, incapaz de girar sus engranajes, sin permitir que fluyeran las ideas, subyugados por un único instinto y propósito: sobrevivir. ¡Dónde estaba la artillería que había prometido el cabrón de Mangin!, maldecía con furor Pierre.
-¡Emile! -, gritó Pierre pese a que el cabo estaba a su lado, tan intenso y atronador era el bombardeo alemán. - ¡Avise a los demás cabos que mantengan sus puestos de observación en lo posible! - Pierre temía que seguido del diluvio de la artillería, la infantería alemana lanzara una ofensiva relámpago para retomar las trincheras.
Los destellos amarillos de las detonaciones se difuminaban entre las nubes de polvo naranja que se elevaban con cada explosión, vistiendo la noche de un colorido confuso, y en aquel abanico de metralla, los silbidos desgarradores de los proyectiles componían su peculiar sinfonía de terror. El aire se había recalentado, olía a tierra reventada y explosivos; los soldados se apretaban los barboquejos casi hasta asfixiarse y sobre sus cabezas el cielo gruñía y parecía encenderse en llamas.
-¿Dónde está Dios? - preguntó Marcel a Emile, que tenía los labios pintados con el marrón de la tierra de la Meuse.
-No lo sé - le respondió muy cerca del oído -, pero te aseguro que esta noche el cielo está vacío.- Emile se detuvo por la caída de un potente proyectil cerca de la trinchera. Sacó la cara de entre la tierra y volvió a hablar.- Está tan vacío como un muerto.
-¡Armar bayonetas! - gritó el teniente.
-No saldremos ahí fuera con la que está cayendo, ¿verdad grand-père? - le preguntó Emile.
-Estaremos preparados por si nos visitan los boches.
La orden fue repetida por cada corporal a lo largo de la trinchera. Los soldados sacaron las bayonetas de sus vainas y las encajaron en el cañón de sus fusiles. Les temblaban las manos, en la oscuridad alguno no atinaba y era víctima del pánico. Unos repetían una y otra vez el Padre Nuestro, otros se preguntaban qué pecado habían cometido para tanto sufrimiento y otros, en susurros, pedían a sus madres que les sacaran de aquel infierno."
En el campo en Bayona, abril 1917
"Pierre
cerró con fuerza los puños. El destino era amable y le estaba dando una segunda
oportunidad. Pero el recuerdo de Annais barrió como un vendaval frío todos sus
deseos revanchistas. El Pierre de ahora, pensaba poco convencido, no era el
mismo que corrió tiempo atrás por toda Europa para evitar un asesinato. Ahora
había alguien que le amaba y a quien él amaba, por lo que la adopción de
decisiones ya no correspondía solo a él. En su interior se dieron cita las
fuerzas del amor y la venganza. ¿Cuál sería más poderoso? ¿Cuál de los dos
triunfaría?, se preguntaba Pierre con desconcierto. El amor era impetuoso y
reciente, pero un sentimiento que a medida que pasara el tiempo enflaquecería,
perdiendo en el proceso su pasión, su sangre. Por el contrario la venganza
crecería con los días, enquistándose en el alma hasta formar una roca dolorosa
e inflexible, un desvelo que dominaría las horas nocturnas, los sueños, los
momentos de soledad y de reproche para el resto de su vida. El amor es
compartido, la venganza te consume por su imposibilidad de confesión; el amor te
engorda, la venganza te enflaquece; el amor te motiva a seguir vivo, la
venganza a progresar por el simple hecho de consumar su cometido, recordándote
cada minuto futuro, cada segundo, la mediocridad que significa ser humano."
Zurich, marzo 1917
"Bronski subió de cuatro en cuatro peldaños la escalera de madera desgastada del 14 de Spiegelgasse. Fue Nadya quien abrió la puerta.
-¡Necesito hablar con Lenin!
La mujer le miró con cierta aprehensión. Nunca le había visto tan alterado, resoplando, con los ojos enrojecidos y desorbitados por el frío y el esfuerzo físico. Lenin había escuchado la apremiante llamada a la puerta por lo que se aproximó con prudencia, nunca se sabía cuando podían recibir la visita de los jodidos 'shpiks' de la Okhrana.
-¿Qué es lo que sucede Mieczyslav Bronski? - preguntó el ruso.
-¡El Zar...!- apenas atinó a decir el recién llegado.
-¡Habla, maldito polaco! - Lenin le increpó impaciente.
-¡El Zar...ha...ha abdicado...ha comenzado la revolución en Rusia!
Aquellas palabras, trémulas y aturdidas por la emoción, eran las que había esperado escuchar desde hacía años, con las que había soñado durante tantas noches en vela y ahora que resonaban en sus oídos, se quedaba mudo, incapaz de exteriorizar sus sentimientos, incapaz incluso de procesar un pensamiento. A Nadya le sucedió lo mismo aunque ella descargó su turbación inundando los ojos con lágrimas. - Los exiliados se están reuniendo en la Bellevue Platz.
Súbitamente Lenin se lanzó escaleras abajo. Bronski le siguió y Nadya, tras echarse algo encima, salió en persecución de los dos hombres. Cuando Lenin llegó a orillas del lago de Zurich, el sol ya arrumaba en el horizonte, provocando destellos dorados en el agua y dificultando la visión de Lenin que, emocionado, por fin estaba siendo testigo de un momento soñado durante años. Docenas de hombres y mujeres de todas las edades y de diversas nacionalidades se abrazaban y reían o lloraban mientras se intercambiaban felicitaciones unos a otros como si de padres primerizos se tratara. De algún modo lo eran y el recién nacido, cargado de esperanza e incertidumbre, no era otra cosa que la revolución que ya había obtenido su primer logro, desalojar del poder a una figura tan ominosa y autoritaria como el Zar."
Estación de Finlandia, San Petersburgo, abril 1917
"Pierre miraba el reloj del andén con un creciente nerviosismo. Por fin, diez minutos pasadas las once, alguien apuntó hacia la pesada y densa noche por la que se perdían las vías, se hizo un silencio sepulcral y se oyó un leve pitido. Al instante y entre la brumosa oscuridad de la noche, se iluminó lo que en principio fue un débil punto de luz, tan lejano como una estrella, que creció hasta convertirse en el faro de una locomotora.
Cuando los viajeros del tren vieron el recibimiento del que estaban siendo objeto, nadie fue capaz de pronunciar una palabra, atoradas las gargantas por la emoción, con las palabras siendo instrumentos inservibles para explicar lo que sentían en su interior. Por primera vez en muchos meses, Lenin se mostró afectado, entre la admiración y la sorpresa, y sus ojos mongoloides se enrojecieron, húmedos y fatigados. A su lado, Nadya le miraba compungida y feliz.
-Y tú que decías que tendríamos problemas para encontrar un taxi tan tarde para ir a casa de Ana y Mark -, le recriminó Nadya. Pero Lenin no podía apartar la mirada de aquella masa de rusos, camaradas, compañeros revolucionarios que desde el andén le vitoreaban entre las notas de 'La Marsellesa'.
-Tendremos que enseñar a los músicos 'La Internacional' - gritó emocionado Kamenev desde otra ventana.
El tren se detuvo en el andén pero nadie se movió de sus ventanas.
-Te están esperando - le dijo el barbudo Kamenev. - Quieren escuchar por fin tu voz, verte en carne y hueso por primera vez en sus vidas, el líder que nos ha de conducir a la revolución socialista. - Aquellas palabras dejaban atrás las diferencias entre ambos, a partir de ese momento lucharían por el mismo fin, pensó emocionado Lenin. Ya había logrado el primer objetivo de aquel viaje. "
En una dacha en el campo cerca de Petrogrado
"Tuvieron que pasar aún seis horas más hasta que Pierre volviera a abrir los ojos. Esta vez lo hizo sin sobresaltos, sin terror en su mirada, sin tensión en su rostro. Le despertó el roce leve y cariñoso de una mano sobre su pecho desnudo, eran los dedos de Tamara Karsávina. Esta, inclinada sobre el herido, le miraba con atención, intentando dar respuesta a todas las incógnitas que ese hombre arrastraba como una ristra de ajos. La estancia olía a caldo de pollo y a perifollo.
-No te muevas. Ni intentes hablar. - La bailarina pasó
un dedo por los labios de Pierre. - ¿Tienes sed? - Pierre afirmó con un leve
movimiento de sus ojos y al instante la mujer le aproximó a la boca una copa de
metal con agua que le supo a delicioso hierro. - Bebe - le ordenó la bailarina
mientras pasaba una mano por la nuca de Pierre y le sujetaba la cabeza. - Me
avisaron hace unas horas que habías recobrado el conocimiento. Para cuando
llegué ya estabas otra vez sumido en las inquietantes pesadillas en las que has
vivido en los últimos cuatro días. - ¡Cuatro días! Pierre quiso abrir la boca
para mostrar su sorpresa y al mismo tiempo acribillar a preguntas a la
bailarina. Pero ella, como si lo hubiera adivinado, le pidió que no hablara.
-Te explicaré cómo has llegado hasta aquí."
En un barco de pesca al amanecer, Petrogrado
"El
pequeño pesquero discurría lento entre los gruesos témpanos de hielo rosa y
azul celeste que salpicaban la Bahía del Neva; en cuanto alcanzaran el mar
abierto se harían menos frecuentes y la navegación más relajada. Desde la popa
Pierre observaba cómo se encendían y se iban iluminando las cúpulas y torretas
de la ciudad bajo un cielo amarillo y naranja por el que la luz cruzaba como
flechas que rasgaban las últimas neblinas rezagadas de la noche. Sobre el mar
se hacían juguetones los colores del amanecer. Era la imagen más bella de
aquella ciudad tan enigmática como sus mujeres, de la que se alejaba para
siempre y por la que ya comenzaba a herirse con la nostalgia de su ausencia."