Extractos, La Maldad que Sobrevive
"Desbloqueé el teléfono y apreté dos veces la tecla de llamada. Ángela móvil... llamando. «El teléfono al que llama está apagado o...». Era la sexta vez en los últimos tres minutos que, luchando contra el temblor de mis manos, había buscado su comunicación. A pesar de que conducía con los ojos encerados por lágrimas novatas, lo hacía a gran velocidad y ajeno a la carretera. Tan ajeno a todo lo que me rodeaba que puse el limpiaparabrisas al confundir la viscosidad de mis pupilas con las gotas de lluvia que presagiaba un cielo embrutecido. Coloqué el móvil entre mis piernas, debajo de los testículos, así, si sonaba, sus vibraciones me recorrerían el cuerpo como un golpe de fortuna. En plena desesperación tuve la suficiente lucidez para reprocharme que no hubiera comprado un manos libres cuando tantas veces me lo había propuesto. «Crazy about my babe, but my babe is gone!». Las palabras de Lightning Hopkins golpeaban en mi cerebro en otra muestra de incongruencia, justo en un momento en el que intentaba supurar de la manera más clínica posible lo sucedido solo unos minutos antes. Incongruencia quizá sea lo humanamente razonable en estos casos, como incongruente era, así lo veo ahora desde la distancia recorrida desde entonces, que acelerara sin temer a que la policía me diera el alto, en mi estado emocional, hecho una piltrafa tras dos días sin dormir, posiblemente con una docena de copas de más y utilizando el móvil para comunicarme con Ángela. Ese pinchazo de adrenalina que agiganta los ojos y oprime la mandíbula me hizo mirar por el retrovisor y lo que vi, aunque fuera parcialmente, fue una lágrima recorriendo a trompicones mi estúpida cara, hinchada por tanta frustración, corrida por claudicar mis sentimientos y no haberlos defendido como se merecían. Con el instinto de un boxeador a punto de chupar la lona me espanté a manotazos la lágrima derramada."
"Querido compañero:
Te escribo para comentarte que desde hace tiempo venimos debatiendo en la Redacción la necesidad de contar con una sección de Sucesos. Cuando tú comenzaste a trabajar con nosotros la mera información de lo que sucedía en la precaria sociedad de este país, en nuestro entorno, daba un plus importante a un periódico como el nuestro. Pero ahora la globalización de la información nos obliga a expandir, necesitamos textos más profundos, u originales, o con trabajos sobre el terreno (reportajes), o que nos aporten diferenciación.
También queremos intentar ofrecer más entrevistas. Permíteme dos ejemplos. La iniciativa de un redactor nos permitió entrevistar en su día por teléfono a Evo Morales desde aquí. Y hace una semana, otro redactor entrevistó desde la misma redacción a la alcaldesa de Nicosia en el día en que caía el muro de la ciudad. ¿Por qué tiene que renunciar nuestro querido diario a entrevistar al asesino de la baraja, o a Tony King, o, por picar alto, a Robert Ressler, o a ser recibidos en el centro de entrenamiento del FBI en Quantico? Por lo menos queremos intentarlo.
A esto se une la crisis económica que asola a los medios escritos. Necesitamos replantear el periódico, las secciones y vemos que existe una simbiosis natural entre las áreas de Local, Nacional y Sucesos, por lo que hemos decidido dividir esta última entre las dos primeras, como también hemos hecho con las de Cierre y Ultima Página, y estamos pensando en la posibilidad de compartir hasta cierto punto las redacciones de Nacional e Internacional. La restructuración nos exige reducir personal y uno de los puestos que hemos pensado en no cubrir es el que tú ocupas. Por desgracia el tipo de periodismo que desarrollas no encaja en la nueva filosofía de este diario y del país, y créeme que lo digo con pesar.
En resumen, espero tu opinión sobre nuestro planteamiento. Después de tanto tiempo de colaboración, hemos tenido que buscar una solución satisfactoria para el nuevo nivel de calidad que nos exigen nuestros lectores en estos momentos de crisis de la prensa escrita.
Muchas gracias por todo.
Releí varias veces -no sé cuántas pero sé que fueron muchas-, la última frase: «Muchas gracias por todo»; y rememoré las palabras que Ángela utilizó para zanjar una relación que se le antojaba incómoda. Respiré hondo y pulsé la tecla de contestar. Y escribí. También a ella.
Queridísimo Pedro:
Las últimas semanas han sido un periodo de revelación en mi vida. Por fin, después de mucho tiempo sin entender por qué cada vez que pensaba en vosotros sentía un picor en los dedos y un escozor en los cojones, lo he entendido. ¡Sencillamente era el ardiente deseo de deciros que tú, el periódico, el Rey, Franco y su puta madre, os podéis ir a tomar por el culo!
Espero en los próximos días una copia de la rescisión de mi contrato y el finiquito. Me voy a la competencia de tu querido periódico basura, la Hoja Parroquial de mi barrio.
Ni un saludo.
Cuando apreté la tecla de enviar -es tan fácil y precipitado condenarse con la nueva tecnología, basta con el ligero movimiento de un dedo-, me sentí satisfecho con mi suicidio, regocijado en la creencia de que estaba poniendo punto y final a un largo periodo de mi vida y dando comienzo a un nuevo capítulo. Reculé en la silla satisfecho ante la nueva presunción en mi archivo de presunciones. Porque era cierto que estaba iniciando una nueva vida, un proyecto que nacía de un proceso de desgaste y ruptura, aunque en aquel momento de triste satisfacción no podía imaginar que la única puerta que estaba a punto de abrir en mi nuevo bautismo me iba a conducir a un futuro azaroso, imprevisible, infectado de sombras, de cadáveres reconocidos sin descomponer, de secretos corrompidos, venganzas incumplidas y sobre todo de miedo apestoso, cariado, un espanto servil y silencioso, todo ello amontonado durante generaciones en las esquinas más sórdidas del pasado siglo."
"Abandoné el piso con el dolor resignado con el que se abandona la sepultura de un ser querido y me metí en el locutorio de la esquina, el mismo en el que unos días antes había puesto punto final a mi vida laboral mandando a tomar por el culo a mis jefes. Me senté ante uno de los ordenadores, coloqué el teclado a un lado y pasé revista al correo. Fui colocando en un montón la publicidad y aquellas cartas que ya no me interesaban, recibos del agua, de la luz, de la comunidad, de los bancos, o las que tenían que ver con mi antiguo trabajo. En otro coloqué las que me podían interesar. Así es la vida, pensé entre las voces apagadas procedentes de las cabinas y que me hablaban de otras culturas de ultramar, de familias separadas, de esperanzas empequeñecidas, de la añoranza; en un saco guardamos lo superfluo y en otro lo importante, y a medida que la sociedad progresa el saco de lo banal se va hinchando hasta convertirse en una descomunal carga que encorva los lomos, arruga la solidaridad y exprime cualquier resto de inteligencia. Igual de hinchado era el montón de cartas basura frente a las únicas dos cartas que separé. Una había sido remitida por el abogado de Ángela y en ella se incluían los acuerdos de separación que a duras penas había firmado en la cama del hospital. Leí por encima su vocabulario esquivo y la coloqué en el montón de cartas superfluas. La otra procedía de una agencia inmobiliaria de Málaga. Estaba escrita a mano y la caligrafía parecía la de un niño esmerado en mejorarse.
«Buenas tardes», era un buen comienzo, pensé. «Me llamo Manolo Romero, dueño y propietario de "Muebles Rusticos" no vendo muebles, vendo casas y fincas y cortijos y pisos, osease de todo. No se si es usted la persona que buscao, pero si se llama Ramon Arranz y su familia nacio en Benamedina, que sepa que entonces e uste.
Pa no engañarle caballero, le tengo un cliente pa la casa de su señor padre pero nadie me daba su diresion de uste. Asin que busque en el interne y ea, que di con un puñao.
E una familia mu apaña de guiri, osease de inglezes los compradores y uste con to el respeto se pue sacar una buena taja. Que lo suyo es venderla cosa echa porque es una ruina que cualquier dia le va a dar un espanto al venirse avajo y pilla a algun chiquillo. Pa no engañale yo e dicho a esta familia mu apaña que uste vende y estan mu contentos. Lo que no se y disculpe mi inorancia es si la caza esta a su nombre o al de su difunto padre. Si me quiere ablar lo puede hacer o por facx que el niño lo entiende cosa mala. E pedio treinta y tres millone de las pesetas pa que nos vamos a liar con lo euros, mi comision e de solo tre milloncejo, no vea el trajin que e vende una caza, que la gente abla y no sabe ni lo que lleva entre las patas caballero.
Pa lo que guste Manolo Romero y a manda».
Manolo Romero había olvidado poner en su bizarra carta el número de teléfono o el de «facx», o tan siquiera su dirección. La manera tosca de comunicarse me desconcertó, bastante más que su sinceridad que ni la prejuzgué ni tan siquiera la consideré. Toda mi vida supuse que el conocimiento y la cultura habían sido repartidos por igual, que se trataba de un río abundante del que todo el mundo podía beber si así lo deseaba. Era una imagen bonita pero falsa. Con el paso de los años supe que cuando ese fluir de pedantería intelectual se secaba por efecto de la abrasadora realidad, entonces la tierra se abría en profundos descosidos y asomaban individuos como Manolo Romero que se habían formado con arena y rocío. Guardé la carta en un bolsillo y tiré a una papelera el resto de la correspondencia. Abandoné el locutorio con una sonrisa. Olfateaba mi salvación."
"-Jotaele, he tomado una decisión.
-No me digas que es tan buena como la de mandar a la mierda al Ventoso y joderte tu carrera laboral.
Jotaele me hablaba pero estaba pendiente de una treintañera bien conservada, un bomboncito para un cuarentón ya pasado, y que se movía alborotadora en medio de la pista de «La Repera», un antro a medio camino entre el «Seventy» y el «Pachanga», una discoteca de veinteañeros pastilleros y putillas cocainómanas en su noche de libranza. Aproveché para contarle mi cuita un momento en el que Justo se había ido a los váteres para fumarse un porro y Fernando se mondaba con unos amigos del trabajo que celebraban el cierre de una buena operación. Habían arribado a la discoteca camino de El Desván, un puticlub de 600 euros el revolcón. No quise polemizar con Jotaele a esa hora de la noche y bajo una tormenta de música. Le había parecido errónea mi aceptación del despido. Según él les tenía que haber metido un buen puro por comunicarme sus intenciones con un correo electrónico. Él les hubiera sacado hasta la mierda de las tripas, como así me lo recordaba.
-He decidido irme por una temporada al pueblo de mis abuelos.
-¡Hay que joderse! Pero a ti qué coño se te ha perdido en un pueblo. Tú lo que tienes que hacer es un viaje a Brasil a follar hasta que se te caiga la picha a pedazos.
-Voy a vender la casa de mis abuelos -puse como excusa-. Me ha salido un comprador y hay mucho follón, ya sabes, la casa tiene menos papeles que un emigrante. -Jotaele me miró por primera vez.
-¿Mucha pasta?
-Treinta kilos.
Jotaele dio un silbido y un trago a su cubata.
-¿Por una mierda de casa en un pueblo perdido? Si eso será una puta ruina.
-Parece que los extranjeros se las rifan.
-Están chalaos.
-Mientras las paguen...
-¡De cojones! -Jotaele se calmó-. Pero a la vuelta te tienes que ir a Río de Janeiro y de paso si me quieres invitar ahora que eres un puñetero ricachón, haré un esfuerzo y te acompañaré. Seguro que si tú vas solo no te cascas ni una paja.
-A mí que me la casquen -dijo Justo que regresaba con los ojos acristalados y la cara descolgada.
-A ti lo que te van a cascar es una hostia un día de estos como te pillen fumando un porro en los váteres, que eres un porreta -le recriminó Jotaele. Justo se quedó con la palabra en los labios, ya que Fernando llegaba jovial como un niño con el último cromo que le falta de su colección.
-Oye, al loro, estos gilis han hecho un huevo de pasta con un pelotazo y nos quieren invitar a un polvo en El Desván.
-Pero si yo no puedo ni mear con estas muletas y con tanto hierro y tanta escayola, si parezco un andamio.
-Tú a callar, que allí hay guarras a las que les van los masocas -me informó Jotaele abandonando a la treintañera y dirigiendo el pelotón del CME como tramperos hacia una noche de placeres fugitivos.
Una semana más tarde despedí a mi antiguo compañero de redacción a pie del AVE que me llevaría tras un viaje de dos horas y media al sur, donde liberaría todas las alimañas ya adultas que el pasado me había ocultado durante años y que con un hambre atroz acechaban mi presencia."
"Los ancianos más avezados, aún desenmarañando el sueño rápido pero profundo de la siesta, se asomaban repeinados y descansados a las calles en busca de un entretenimiento gratuito que les ayudara a pasar la tarde. Me miraban con sorpresa, casi con recelo y yo les descolocaba con un educado «buenas tardes» que era pulcramente correspondido. Pasaban veinticinco minutos de las cinco de la tarde cuando por lo alto de la calle divisé una figura que se aproximaba con andares saltarines y decididos, con los modos de un militar rechoncho, voluntarioso pero mal adiestrado. Saludaba a diestro y siniestro levantando la cabeza y con cada paso que daba el pantalón le hacía un gesto feo, como si las perneras intentaran levantarse para dejar asomar zapatos y calcetines. Pero además con cada paso su altura se iba reduciendo en un efecto visual de feria, cómico y grotesco. El pelo oscuro y tupido lo tenía muy corto dejando entrever una incipiente calvicie que avanzaba en dos flancos. También era tupido su bigote zapatista, con caídas a los lados de la boca. Pero si algo llamaba la atención en su rostro pálido y redondo eran sus ojos, dos cabezas de alfileres negros con una mirada que pinchaba allí donde se clavaba y con el cartel colgado de que allí no se fiaba a nadie.
-Very good -me soltó-. Calidad buena, construcción la mejor. -Manolo Romero se besó la yema de los dedos mientras sonreía bonachón desde su alturita.
-No me cabe duda -le respondí-. Pero yo no compro.
-Perdone hombre, le había tomado por un inglé. -Manolo Romero se movía con una zalamería ágil que alcanzaba el grado de lameculos y pelotillero cuando trataba con un comprador con medio millón de euros. Abrió la puerta y me invitó a pasar-. Hay que ver cómo deja este muchacho la oficina, no hay manera de que lo tenga todo ordenado.
El local estaba salpicado de aperos de labranza y objetos relacionados con la vida rural de una antigüedad no cargada por los años sino por el desuso. Molinillos de café, planchas oxidadas, palas de madera para panaderías, yugos de bueyes, llaves, una cabeza de jabalí disecada, ruedas de carromatos, romanas, botijos, cántaros, escopetas desmontadas por la inactividad, y una extensa colección de jaulas de todos los tamaños imaginables, viejas, nuevas, como pagodas orientales, jaulas de varios pisos, enanas para codornices y grandes para loros. El lugar era desconcertante, no se sabía muy bien si se estaba en un pequeño museo dedicado a la vida rural de la Andalucía de la primera mitad del siglo pasado, o si se trataba de alguna asesoría pública relacionada con las subvenciones agrarias.
-Soy Ramón Arranz. -Manolo Romero detuvo su trajín por ordenar papeles y carpetas, fotos de viviendas y planos catastrales, y me clavó sus ojillos esmerilados. Habló con una voz aflautada, de un Manolo Romero encanijado.
-Por... por qué no me lo dijo antes. Si lo hubiera sabido... -Pero Romero no terminó la frase: «lo hubiera dejado todo por atenderle con toda la pelotería posible», pensé. Con un manojo de escrituras quitó el polvo de su silla. Su cabeza apenas asomaba por entre aquel belén de papeles."
"A pesar de que Beatriz tenía que rondar los cuarenta años si es que no los pasaba, apenas se le notaban unas leves arrugas en los filos de los ojos, solo perceptibles cuando sonreía y lo hacía en todo momento. Por lo demás verla en un primer plano confirmaba la primera impresión, en tres cuartos y recortada por la ventana de su casa como un fotograma: que tenía los ojos negros más luminosos que jamás había visto, provistos de su propio lenguaje; sus labios no necesitaban color porque abrazaban unos dientes cuadriculados y muy blancos, del mismo modo que su pelo caído en una cascada de sombras indomables recortaba su cara afilada, un mapa de geografías amables, exhumando simpatía, erotismo, pero más que erotismo, exotismo, olores a frutos melosos, a una fonética cándida y calmosa. Su cuerpo aún retenía la vertebración proporcionada de la juventud, sus brazos que asomaban por la blusa eran largos y finos, sus pechos ni exagerados ni menudos, en todo caso como dos excitantes signos de interrogación, y sus piernas rellenando los vuelos de una falda de hilo fino se adivinaban bien formadas. Si bien su físico me recordaba al de Ángela, las dos de una edad parecida, las dos atractivas, a mi ex mujer le faltaba la frescura y naturalidad de una piel acostumbrada a rozar el sol, a juguetear sin prisa con las horas, y le sobraba la tirantez del ajetreo urbano que se dibuja en la piel como tatuajes feos y borrosos. Aunque aún no había comenzado a olvidar el cuerpo de mi ex mujer sí se trataba de un recuerdo escurridizo, del que apenas podía obtener una imagen clara de su desnudez. Esa nueva percepción del desamor me entristeció.
Beatriz se dio cuenta de que mis ojos miraban con fijación sus piernas aunque en realidad estuviera esforzándome por recordar cómo eran las de Ángela.
-Ramón, hijo, como me sigas mirando así me voy a poner colorá.
-Perdona Bea, estaba ido.
-Entonces no me habrás escuchado lo que te he dicho, que los corrales se hundieron cuando se vino abajo la casa de vuestro vecino, Pepe el de La Cañá.
Entre la alborotada vegetación que inundaba el patio destacaban los esqueletos ennegrecidos y afilados de dos nísperos y dos limoneros. Ocultos por zarzales y arbustos anónimos se veían las ruinas de los corrales donde mi abuela había criado gallinas y guarros, y donde estaba lo que quedaba del retrete que levantó mi padre. Era imposible aventurarse por aquel mar selvático aunque la percepción que obtuve de los muros que rodeaban el solar era buena, parecían enteros y consistentes, a excepción del que daba a la calle que se había desmoronado ligeramente."
"La Fortaleza era un dedo de piedra, ladrillo y arena, lacerado, que apuntaba al cielo, rodeado de peñascos y una vegetación despendolada criada por efecto del descuido y las repentinas lluvias del otoño. Eran los restos de lo que fuera en su día un puesto de observación militar árabe a cuyo alrededor surgió la ciudad actual. A sus pies descendía como una colina de azúcar un mundo de tejados que ocultaban cualquier rastro de vida pero que se intuía densa y dicharachera. Donde terminaba el cinturón de fealdad que constreñía el pueblo, se abría la vega del río Seco, parcheada por fincas de aguacates, mangos y en menor medida semilleros, invernaderos y huertos de hortalizas. Hacia el norte la cordillera de la Sierra retenía un ejército de nubes fofas, y al otro lado el mundo descendía hasta el mar que, con sus colores escamosos, completaba un mosaico de luminosidad y belleza.
Sentado en una roca redondeada, casi en el canto de una caída vertical de pinos mediterráneos, Tito Selmo mostraba el perfil de una gárgola que contempla durante siglos, con una indiferencia preponderante, un mundo de agraciados y hermosuras. Las manos reposaban en un bastón, de una manera que anunciaba su ancianidad. Miraba a la geografía que se extendía a sus pies con la seriedad del creador que contempla su obra ya finalizada y cómo ésta va adoptando una vida propia. Vestía ropas de entretiempo, una gorra verde, pantalón azul, zapatillas y una camisa caqui de manga larga. No había nada en él que me recordara a la persona que veladamente conocí en mi niñez. Era enjuto, diabólicamente delgado, con una maraña de venas que surcaban sus manos y cuyo estudio mostraba su avanzada edad. Los rasgos físicos que habían marcado su vida, su enanismo, la cabeza desproporcionadamente grande, un aspecto general de debilidad y alelamiento, se habían mantenido aun con el paso de los años, diría que con toda seguridad se habían agudizado al aumentar las velludas orejas, la nariz y las manos. Los labios habían perdido su forma, los ojos lagrimeaban, lo que denotaba un principio de glaucoma, y la piel se había retirado hasta crear cuevas cetrinas bajo sus pómulos.
-¡Tito Selmo! -grité a una distancia prudente para no sobresaltarle. Lo imaginaba cabalgando sobre la jaca famélica y torpe de los recuerdos.
-¡Tito Selmo! -Con el grito de Beatriz, mi tío dio un brinco y nos buscó a su alrededor.
-Es Ramón, el hijo de Ramón y Carmen, y yo Beatriz, la Bea, la hija del Petaca y la Cosme.
Tito Selmo permaneció inmóvil, mirando fijamente a mis ojos en un denodado esfuerzo por encontrar el hilo del que tirando le llevara al reconocimiento de aquella extraña cara que, de manera liviana, había quedado grabada en el pasado. Pero miraba con el recelo de los enanos que solo ven sorna y ganas de cachondeo en la deferencia de los altos.
-Suspendiste lengua y matemáticas, y tu padre te castigó un verano sin ir a la alameda. -Tito Selmo hablaba como un autómata desusado pero era cierto lo que dijo, fue el último verano que pasamos en el pueblo; el invierno siguiente mi padre fue asesinado."
"-¡Vienen a por ti, tienes que huir al monte, si te cogen te van a entregar a los fascistas! -gritó María a su marido aunque por la expresión de terror en sus ojos y la manera en la que juntaba las manos como si rezara con el tiempo justo, más parecía una imploración-. ¡Ramón, amor mío, el mundo está enloquecido, tienes que hacerme caso!
El niño había despertado y lloraba desconsolado como un escarabajo blanco patas arriba.
-¡No voy a huir! ¡Mi lugar está a vuestro lado! ¡Yo no he hecho nada malo, nada por lo que tenga que huir de mi casa! -Ramón aún llevaba los últimos rescoldos del sueño pegados a sus ojos y le resultaba difícil convencerse de la abrumadora realidad en la que había despertado-. ¡No tengo ninguna ideología y nunca me he metido con nadie, no odio a nadie ni nadie me odia!
-¿Pero no te das cuenta de que no hace falta que se llegue al odio para matar a alguien? Basta con que alguien nos tenga envidia porque tenemos una casa y un niño hermoso. Además escribes. ¡Tienen miedo de los que son inteligentes! ¡Vete, por lo que más quieras! ¡Regresa a Málaga y espera a que pase todo!
En ese instante volvieron a sonar golpes en la puerta, pero estos eran la confirmación de la tormenta. Eran porrazos secos y autoritarios, de una violencia animal. A Ramón se le antojó que alguien estaba colgando su esquela en la puerta de la casa.
-¡Escóndete! ¡En el altillo!
A María le había cambiado la cara, de una expresión trémula y dolorida, ahora ordenaba con una espontánea decisión a su marido. Tenía los ojos enrojecidos pero ya no por las lágrimas sino por su deseo de ser obedecida. Al mismo tiempo Ramón se había descompuesto, su afanada defensa de la verdad y de la bondad del ser humano había sido machacada por unos puños golpeando en la puerta de su casa; el miedo se soldó entre sus articulaciones, y en su rostro asomó una expresión estúpida. Un reguero de sangre, pobre pero vocinglera, brotó de su nariz. Las manos le temblaban, quería hablar pero las palabras arañaban las paredes de la faringe, seca y polvorosa como un arroyo en verano, precipitándose en una confusión muda, paralizado porque además le resultaba imposible articular movimiento alguno. María le dio un empujón y Ramón subió las escaleras aturdido, descompasado, como si hubiera aprendido a andar esa mañana, con la camisa ensangrentada y el cuerpo recubierto por un sudor frío apenas natural. Resbaló y cayó de bruces varias veces cuando pasó por encima de las almendras esparcidas por el suelo de la gran habitación. Tiró de la trampilla en el techo y se abrió la portezuela del altillo. Ramón se elevó a pulso y logró adentrarse en aquel recinto angosto, polvoriento y que el sol ya comenzaba a caldear. No tendría más de un metro cuadrado. Cerró la portezuela y la oscuridad veló su vista. Se tumbó, era la única postura posible en aquel escondrijo, y pegó la oreja al suelo de madera basta infectado por las carcasas vacías como las costillas de galeones hundidos, de cientos de insectos. Jadeaba con ansiedad y por más que se esforzó por escuchar lo que sucedía en la entrada de la casa, solo conseguía oír los golpes sordos y precipitados de su corazón contra la madera del suelo.
Por detrás, como un runrún amorfo, le llegaban en intervalos las voces de hombres y la de su amada María. «Por la autoridad que me confiere la nueva Junta Militar de España» (...) «vean, ya han despertado a mi hijo» (...) «razones para creer que su marido es un enemigo de la patria» (...) «ha llegado la hora de hacer justicia y separar a los traidores de los patriotas» (...) «cristianos viejos» (...) «en la capital, y no regresará» (...) «buen hombre y buen español» (...) «pero no bajaremos la guardia» (...)
El traqueteo de los latidos impedía que Ramón pudiera escuchar la conversación que se desarrollaba en la puerta de su casa; o quizás lo que ocurrió es que ya no hablaba nadie: los hostigadores se habían ido y María había tomado en brazos a su bebé, congestionado ya por un llanto angustioso. Corrió hasta lo alto de la casa y tiró de la trampilla. Su marido cayó como un fardo de paja, quedando postrado en el suelo como un espantapájaros al que el viento de la noche ha abatido."
"Las lágrimas de Ramón y María, junto a sus salivas espesas y algo amargas, se mezclaban en un desesperado intento por retener los últimos segundos de contacto físico y retrasar la dolorosa despedida. No había tiempo para promesas que los dos presumían como imposibles. Ramón se inclinó sobre la cuna donde su hijo dormitaba. Sus lágrimas caían sobre la mantilla amarilleada que cubría el cuerpo del bebé. No se atrevió a acariciarlo aunque se moría de deseos por estrecharlo en su pecho hasta que penetrara por su piel y llegara a sus entrañas; despertarlo hubiera significado hacerle partícipe de un dolor que se quedaba a las puertas de sus sueños. Ramón regresó al lado de su mujer desgajada por el dolor de una despedida que, temía, iba a durar toda una vida. No fueron capaces de encontrar palabras que resumieran todo el mar de sentimientos que se exteriorizaba por sus pieles. María apagó el candil y la casa desapareció entre las sombras. Nunca más volvió a ver en vida la cara de su amado marido. Ramón con una mano en la cerradura de la casa y la otra sujetando un hatillo con cuatro cosas de comer, se volvió al bulto oscuro que era María y con una fuerza que no supo de dónde le llegaba, le dijo: «Te juro por Dios que volveré a por ti y a por el niño, te lo juro por nuestro amor». Pero Ramón nunca llegó a ver el gesto de fatalidad y renuncia de María. Verle a su marido diluyéndose con las sombras de la noche fue como verlo morir poco a poco, ver cómo trepaba por su cuerpo la hiedra de la muerte hasta ocultarlo y arrastrarlo hacia el interior de la tierra. Ojalá, porque ese dolor hubiera sido preferible a la penitencia de amar en la ausencia y vivir con la esperanza de que algún día regresara a su lado. Por eso había una voz muy profunda que le hablaba a María y le decía que por su bien se hiciera a la idea de que nunca más volverían a unirse en vida; era la voz de la supervivencia."
"El Jefe Provincial de Falange de Málaga comenzó a pasearse por detrás de los hombres formados, seguido por sus lacayos con las pistolas Luger desenfundadas. Llegó a la altura de Ramón, éste cerró los ojos, pasó de largo y cuando se topó con las espaldas de don Carlos se detuvo. Se inclinó sobre el francmasón y le habló al oído.
-Cuánto honor en tan poco espacio de tiempo. Esta es la segunda vez que nos encontramos hoy, ¿no es así? -Le dio dos palmaditas en la espalda y continuó su paseíllo. Ramón miró a su izquierda justo para ver la cara tumefacta del librepensador.
-Recuerde Arranz que no hay más verdad que la que se funda en la razón y la ciencia.
Uno de los falangistas reprendió a don Carlos por hablar, golpeándole en la herida que cicatrizaba en su cabeza y mientras le arrancaba de la formación. Otro increpó a Ramón porque se volvió a mirar. Cuando el Jefe de Falange finalizó la ronda, la docena de prisioneros seleccionados fueron esposados en parejas y conducidos al camión. El resto regresó al edificio. Ramón se giró en un último segundo y pudo ver cómo los prisioneros seleccionados habían dejado que fuera don Carlos el que los liderara hacia la muerte."
"En aquella noche delirante, mientras el vehículo avanzaba por una carretera sinuosa de los Montes de Málaga, Ramón volvió a sentir las manos de María por su cara una y otra vez, en un deseo por retener sus rasgos.
-¿Ha recapacitado sobre mi propuesta? -El capitán Quiroga seguía el haz luminoso de los focos del coche sobre el asfalto de la carretera estrecha y bordeada de vegetación.
-Sí.
-¿Y bien?
-Sigo creyendo que si aceptara lo que me pide tanto usted como yo viviríamos el resto de nuestros días condenados a la pena de muerte. Cada día y cada noche viviríamos bajo el pánico de que, cuando menos lo esperáramos, una bala suya o mía acabaría con nuestras vidas. ¿Usted se quiere condenar de por vida?, ¿quiere despedirse cada noche de su hijo sin saber si esa será la última vez que lo vea con vida? ¿Usted quiere vivir al lado de su verdugo por el resto de su vida?
-¡Basta ya! ¡Es usted un cretino! ¡Nunca debía de haber sido así! ¡Yo le he dado la oportunidad de rehacer su vida y ser alguien en la futura España y esta es la manera en la que me lo agradece! ¡Se merece que le meta un tiro ahora mismo!
El capitán echó mano a su pistola pero en ese instante el escolta lanzó un grito de alarma. Un algarrobo de gran tamaño estaba cruzado en la carretera. El chófer sorprendido al doblar una curva giró con brusquedad el volante para evitarlo y frenó al mismo tiempo. El coche perdió la dirección y culeó mientras el capitán se olvidaba de su arma y echaba mano al relicario. Ramón se sujetó para no ser zarandeado por una fuerza incontrolable hasta que el vehículo cayó de lado en la cuneta. Al mismo tiempo comenzaron a disparar sus armas un grupo de tres o cuatro individuos que estaban apostados tras el árbol caído. Los disparos contra los bajos del vehículo proyectaban en la noche chispas que no tardaron en iniciar un fuego. En el interior del vehículo Ramón luchaba por abrir la puerta, a la que pegaba patadas apoyando su cuerpo sobre el del capitán que parecía recobrar la conciencia. Peor suerte parecía haber corrido el chófer; el escolta intercambiaba disparos con los asaltantes. Al tercer intento de Ramón la puerta cedió y con una atolondrada precipitación salió del vehículo, cayó sobre la tierra y se escabullo hasta parapetarse tras el vehículo donde no le podían alcanzar los disparos de los guerrilleros.
-¡Ayúdeme!
El grito de socorro del capitán era quejoso y apenas perceptible. El fuego se extendía con rapidez; en poco tiempo envolvería el vehículo y haría estallar el tanque de combustible. Ramón no se lo pensó dos veces, no dejó que se iniciara en su interior un debate sobre heroísmo y cobardía. Al miedo no se le puede dar ninguna ventaja, el más mínimo titubeo y se adueña de la verdadera voluntad de la persona, pensó. Ramón se arrastró a cuatro patas y aun a riesgo de recibir un tiro se puso en pie y buscó las manos del militar en el interior del vehículo. El calor era insoportable y olía el vello de sus manos quemándose. El militar logró asir los brazos de Ramón y éste empujó con fuerza. Con la mitad de su cuerpo fuera del vehículo, Ramón le agarró del cinturón y tiró con fuerza. Sin embargo el militar luchaba en el interior del vehículo por recuperar la caja que llevaba al Caudillo. Ramón empujó con fuerza y el capitán cayó al suelo como un fardo. Los disparos no cesaron en aquel remolino de fuego y sangre. El prisionero tenía varios cortes en su cara y el militar recibió un disparo en su brazo izquierdo. Pero su mayor lesión era la rodilla derecha que se había fracturado durante el accidente y que le impedía ponerse de pie. Los dos hombres se refugiaron de los tiros tras el vehículo, un lugar poco seguro ya que podía explotar en cualquier momento.
-Aquí no estamos seguros -dijo Ramón y seguido agarró al militar sin miramientos y lo arrastró hacia un algarrobo donde se podrían refugiar de los disparos. A medio camino el vehículo explotó en una gran bola de fuego. Ramón y el capitán protegieron sus cabezas y cuando dejó de caer pedazos de coche continuaron arrastrándose hasta alcanzar el árbol. Su grosor era suficiente para dar cobijo a ambos. Para ese momento los asaltantes habían dejado de disparar.
-Ahora es cuando debería de darle las gracias, ¿no es así, señor Arranz? -El dolor apenas permitía que el capitán Quiroga pudiera hablar de una manera inteligible. Estaba cubierto en sangre, con el pelo quemado en sus puntas y los labios resecos por el miedo. Ramón no contestó. Él también hacía balance de los daños físicos y calculaba cuáles eran sus probabilidades de salir con vida de allí-. Supongo -continuó Quiroga con la voz entrecortada- que este es el momento en el que usted desaparece, se libra de mí y del paredón, ¿no es así?
-Suena como un buen plan.
-Lástima que se haya vuelto a equivocar.
Ramón notó el frío metálico del cañón de la Astra del 9 largo como una quemadura más en su sien.
-No se me va a escapar dos veces. Créame, Arranz, nunca dejaré testigos de mis derrotas.
Sonó un disparo que rasgó la noche como una sábana negra y su eco se extendió hasta perderse entre la espesa oscuridad del monte. Un joven de apenas quince años había rodeado el vehículo que se consumía en convulsiones férreas, hasta apostarse tras otro árbol a unos pocos metros de distancia de Ramón y del capitán Quiroga. Desde allí había disparado y en el punto de mira aún se veía el cuerpo de Ramón en la misma posición en la que estaba apenas un segundo antes, fatigado y jadeante, justo en el momento en el que supo que estaba a punto de morir."
"El cementerio había sido levantado en lo que hacía más de cien años fue un olivar, a una prudente distancia del casco urbano, en la ladera suave de una loma desde la que se disfrutaba de una espléndida panorámica del pueblo recortado sobre un blancuzco mar y un cielo azulón. Con el paso de los años el cementerio había sido sitiado y conquistado por la ciudad. A nadie en tanto tiempo se le ocurrió asignar una zona de protección a su alrededor previniendo un aumento de vivos y muertos, por lo que se podía llegar hasta sus puertas por entre las callejuelas de «La Villa», y en un trayecto ascendente, fatigoso para el aún precario estado de mis piernas. El cementerio estaba bordeado por un muro alto y muy blanco que contrastaba con una puerta de rejas en un penoso estado de oxidación. Me fijé en una inscripción tallada en la piedra del muro justo en el umbral de la entrada que decía: «Donde vive el silencio». Algún poeta anónimo había escrito debajo: «Donde muere el dolor».
Una vez traspasada la puerta, era cierto, el mundo enmudecía en su interior, como si el fragor de la vida chocara contra la piedra del muro. Pero era un silencio extraño, como si estuviera invadido por los miles de recuerdos mudos de los que allí reposaban. Las paredes con los huecos para los nichos abiertos en cuatro plantas de altura se sucedían en una ordenación castrense o penitenciaria, quizás por lo que tiene de condena la muerte. La mayoría de las lápidas que cerraban los nichos estaban cuidadas, profusamente adornadas con flores de plástico y fotos del finado. A medida que descendían las calles del cementerio, las fechas de los fallecidos eran más recientes. Busqué el nicho de mi abuelo. Si estaban ordenados de manera cronológica, el suyo debería de estar entre la mitad alta del cementerio. Encontré las fechas alrededor de su muerte pero junto a los fallecidos en aquellos años, había fallecidos recientes, y otros de hacía veinte años. De pronto caí en la cuenta de lo que sucedía. Los nichos eran como mausoleos en miniatura en donde se iban enterrando a los miembros de una misma familia. Por lo tanto tenía que buscar la muerte más reciente, la de mi abuela. Efectivamente allí estaba. María Ordoñez Fernández, fallecida el 15 de octubre de 1977 a los 61 años de edad, rezaba la piedra ya oscurecida por los años y por la falta de cuidado. A pesar de la temprana edad en la que murió siempre había pensado en mi abuela como una mujer anciana, enlutada desde los veinte años, desgastada por el esfuerzo físico de sacar adelante a su hijo, con una cara surcada por las arrugas y unas manos huesudas, y sin embargo, así ocurría, sus ojos destellaban con una vida impropia de su físico. Aún se podía distinguir la frescura de sus ojos en el retrato desgastado y en blanco y negro que acompañaba a su nombre sobre la lápida. Por encima de la foto pude ver unos arañazos en la piedra, como si alguien hubiera intentado borrar lo que allí había. Limpié el polvo acumulado y me pareció distinguir dos columnas y entre ellas un compás. No entendía mucho de simbología pero era fácil deducir que aquello parecía un grabado masónico. Con motivo de una serie de crímenes en los que el asesino marcaba a sus víctimas con símbolos muy variados pero todos ellos encadenados en un mensaje en el que se estaba ofreciendo a la policía, estudié varios tratados sobre simbología, por lo que creía entender que el compás representaba la inmortalidad y las columnas el umbral de acceso a un lugar sagrado, o algo así. ¿Quién ordenó grabar esos símbolos? ¿Fue mi padre? Y si fue él, ¿por qué? ¿Qué sabía de mi abuelo?"
"-Málaga ya había caído en manos de las tropas franquistas por lo que mi padre, que estaba convencido de que moriríamos todos de hambre, habló con un amigo que tenía un barquito de pesca para que me llevara a lo largo de la costa hasta Barcelona. Le pagó todos los ahorros de su vida, ¿y qué hizo el sinvergüenza del amigo?, quedarse con el dinero y encima delatar a mi padre como rojo. Mi padre desapareció, se echó al monte y mi madre cayó en lo que ahora se diagnosticaría como una profunda depresión. Fue mi abuela la que una mañana me vistió con mis mejores ropas, hizo una maletita con dos braguitas y dos faldas y de su mano nos unimos a una larga caravana de gente que huía de Málaga camino de Almería. De aquel tiempo recuerdo el zumbido de los motores de los aviones que nos sobrevolaban, el silbido de las balas, los golpes secos cuando impactaban y desgarraban un cuerpo humano y el temblor de mi abuela cuando me cobijaba con su cuerpo. Ella no llegó nunca a Almería, murió, no sé de qué, de cansancio imagino o de alguna enfermedad, nunca lo supe, solo sé que me encontraron sentada al lado de su cuerpo sin vida. Me recogió un joven rubio y que en aquel momento me hablaba en una lengua que no reconocía. Me introdujo en un vehículo y me condujo hasta Almería. Era un soldado brigadista de apenas 22 años. François Dubosier era su nombre, pobre, murió tan joven siendo tan valiente como era. -María Luisa desapareció por un instante entre el laberinto calcáreo y gris de sus recuerdos-. Mi abuela antes de morir había colocado en mi maletita un papelito con mi nombre, el de mis padres, el pueblo donde nací y mi edad. Aún lo conservo. Para mí ese pedacito de papel representa todo el sufrimiento y dolor que acompaña a una guerra.
A María Luisa se le encharcaron los ojos con unas lágrimas que tenían más de sesenta años de edad. Beatriz le tomó de la mano con dulzura."
"Desde pequeño mi gran pasión fue el espectáculo. En concreto desde que a los diez años, el taller de cómicos itinerante «El Carromato de los Locos de Amor», para todos sencillamente «Los Locos», de Crístomo de la Fuente, recalara durante su gira estival en la Plaza de la Victoria, antigua Plaza de los Mártires, de Benamedina. Llegaron embozados en una nube de polvo cuando el sol ya doraba los olivos y estiraba las sombras, en un coro de quejidos por las mecánicas anquilosadas y oxidadas de sus vehículos y haciendo sonar las bocinas a modo de fanfarria militar. Eran hombres y mujeres de escasas carnes, bronceados, casi de piel cuarteada por el plomizo sol de los caminos y de emociones caducadas, la mayoría antiguos republicanos que ocultaban su miedo a la delación y la cárcel en la bohemia, en el desarraigo, entre las penurias por los escasos o ningún rédito de la labor de actor. Llegaban hermanados por un mismo deseo de representar otras vidas distintas a las que les tocó vivir, deficientes, siempre a salto de mata, con el único obsesivo propósito de llenar sus panzas. Pero no por ello les faltaba la sonrisa y el buen humor, del que hacían gala en especial cuando, una vez finalizada la representación de la noche, la compañía se replegaba alrededor de una hoguera para repartirse lo que cada uno había chorado durante el día. Un cuarto de queso, un currusco de pan marrón reseco, una cuarta de algarrobas, un gato despistado... y con los postres, aún con un hambre insaciable, los comediantes escuchaban las palabras de su director, en silencio, mientras recontaban en la noche las estrellas de la noche anterior, por si alguna se hubiera perdido.
-Y que no os quepa la menor duda, compañeros, nosotros somos los herederos directos del teatro popularizado, el intuitivo, el trotón, somos los ganapanes del arte escénico. El último vestigio del teatro cómico profano.
Don Crístomo recalcaba las tres sílabas de la última palabra y pegaba un trago largo al botijo en el que ya escaseaba el vino a granel. Yo les observaba oculto entre los vehículos, fascinado por la manera en la que las sombras y la luz movediza del fuego iba contorneando y transformando sus rasgos, gestos, siluetas, y en general todas sus formas físicas. El vino se encargaba de transformar su alma."
"-¡Eh tú, mocoso!
Don Crístomo era alto y flaco como la figura de un loco, pero acentuado si cabe por ese bigotillo y perilla que le alargaban y enjutaban aún más su rostro. Su voz era profunda, tanto que retumbaba sobre el escenario cuando amenazaba con propinar una paliza al bachiller espabilado, tanto que paralizaba a quien hablaba, como me ocurrió a mí en ese instante. Tenía el torso desnudo, donde se marcaban las costillas y donde se enredaban apenas cuatro pelos en un pecho hundido y desinflado. De cintura para abajo aún llevaba la ropa de la representación de la noche, unos calzones ajustados a unas piernitas raquíticas y una enorme cojonera que en los primeros instantes de su entrada en el escenario había sido motivo de risas y burlas entre las mujeres del pueblo, excesos acallados por el actor lanzando una de sus miradas de reprimenda pero que no hacían sino doblar el caudal de risas. A mí sin embargo me sobrecogía, me parecía un hombre un escalón por encima de lo humano, capaz de vivir varias vidas en una y ninguna al mismo tiempo, de transmitir sentimientos de odio o amor, de venganza y de humildad, y sobre todo capaz de hacer reír a los demás cuando no había motivos a nuestro alrededor para el regocijo. El hambre y la resignación eran grilletes a los que estaban encadenados los que sobrevivieron a la guerra y con una condena semejante era imposible encontrar motivos para reír. El miedo, y aunque era niño no por ello dejaba de notarlo, venía a sellar cualquier conato de esporádica felicidad. Por eso la presencia cada verano de la compañía itinerante de don Crístomo de la Fuente era motivo de dispensas en el pueblo. Traía un carromato cargado de ventanas por las que asomarse a otros mundos, irónicos, desenfadados, provocativos y a la postre, al lado opuesto de la cotidianidad.
-Te he visto husmeando por aquí -me recriminó don Crístomo-. Desaparece si no quieres que te zurre la badana. ¡Fuera, largo!"
"Málaga era una ciudad en la que no se reflejaba el brillo plateado del mar sobre sus edificios macilentos, esmerilados, afeados por el descuido y la dejadez; en todo caso un leve resplandor que apenas se colaba por entre las callejuelas deslustradas y lóbregas y que en nada afectaba a la tristeza de sus habitantes, aún persistente tras diez años de posguerra, de rencores sin enterrar, de venganzas aún sangrantes, un tiempo de castigo y atizada por un hambre atroz.
Los escasos teatros de la ciudad habían transformado su interior para adaptarse al cine. Algunos habían nacido ya con la intención de ser salas cinematográficas, como el Albeniz. Pasé por los teatros Cervantes y Lara. La constante era la misma: compañías de teatro nacionales que ofrecían la representación con la que realizaban su gira por capitales de provincia, durante una semana o dos, y con el cupo de actores completo. Nadie necesitaba contratar a un mocoso. En un último intento, ya cansado de andar por entre calles pero aún abigarrado en mi propósito de dedicar mi vida a la interpretación, llegué hasta la calle Casapalma donde se encontraba el Salón Moderno. Visitaba la sala la compañía teatral madrileña de Jose Luis Vargas, conocido en el mundillo de las bambalinas como Pepe Varguillas, con la obra de Enrique Jardiel Poncela, Eloisa está debajo de un almendro.
-¡He dicho que quiero gatos de carne y hueso, de los que maúllan, arañan y defecan, córcholis! ¡No me traigáis más bichos de trapo please, please! ¡Quiero gatos y si tienen pulgas mejor!
Jose Luis Vargas, Varguillas, fumaba puritos finos americanos y recorría el escenario a zancadas, pegando fuertes pisotones en la madera. Llevaba anudado al cuello un pañuelo verde claro, se cubría con una gorra a cuadros y del cuello además de diversos abalorios de oro, también le colgaban unas gafas de sol. Las grandes hombreras a la moda y los pantalones cinchados muy alto, le conferían a su cuerpo una forma de triángulo invertido. Rondaría los cuarenta años, era apuesto con una guapura viril, de rasgos poco definidos pero con unas cejas, patillas y sobre todo labios, muy definidos. Además de ser el director de la obra también era el primer actor y galán en el papel de Fernando. Sobre el escenario se encontraban un par de actores ajenos a los bufidos que Varguillas lanzaba a un operario mohíno, de grandes manos, muy moreno y de pelo revuelto, que miraba en silencio las idas y venidas de su jefe mientras sujetaba en sus brazos una pila de gatos de trapo, sucios y nada convincentes, porque más parecían ser plumeros viejos y desgastados para el polvo. Se adivinaba que eran gatos por unos alambres blancos retorcidos a modo de bigotes.
-¿Me estás diciendo que no hay gatos en todo Málaga porque se los han comido? ¡My God, cuánta majadería!
-¿Y si nos arañan? -preguntó desinflado el trabajador.
-¡Les cortáis las uñas, los emborracháis, los capáis o les dais tila en vez de leche, pero quiero gatos de verdad! ¡Y mansos!
El trabajador se fue afligido con sus gatos de trapo y los actores regresaron al ensayo. Me senté en una de las butacas en la parte media alta del aforo y observé la actuación.""-Preséntame a su padre -le pedí a Enrique.
-¿Estás loco? El General detesta a todo aquel que no sea militar y en su escala de mentecatos y sujetos peligrosos, la gente de la farándula aparecéis en lo más alto, solo superados por los periodistas.
No escuché las recomendaciones de Enrique y ya cruzaba el salón en dirección al militar. Mi amigo me seguía a la zaga, previniéndome de la locura que estaba a punto de cometer. Pero solo cuando estuve a muy corta distancia del militar comprendí el tipo de locura a la que se refería Enrique. Los ojos del General me atravesaron como dos reproches negros; tomó altura, sacó pecho e incluso quise ver un pequeño temblor en su brazo bueno, como si pretendiera blandir un hipotético sable con el que rebanarme.
-¡General Quiroga! ¡General! -gritó Enrique aún a mi espalda-. Permítame presentarle mis respetos. Soy Enrique Varela. -Era la primera vez que le oía utilizar su apellido paterno. El militar no dijo nada. Sus otros contertulios de graduación inferior miraban con desprecio la intromisión de aquel jovenzuelo civil-. Le presento a un buen español, el comic... el empresario teatral Ramón Arranz.
El General Antonio Quiroga palideció, no había escuchado aquel nombre al menos en treinta años. Noté cierto desequilibrio, un derrumbe producido por un pequeño seísmo cuyo epicentro se hallaba en su pasado, aunque lo achaqué a la inoportuna interrupción, poco castrense, a su carácter jerárquico y ordenado. Le tendí la mano y tras unos segundos me la estrechó con su mano izquierda. Los otros dos militares comprendieron que el General había sido tocado en su línea de flotación y abandonaron el corro con un «a sus órdenes mi General»."
"Era evidente que en la página de Lavado había más textos en relación a las acciones poco escrupulosas de Grande, pero supuse que en ninguna hacía referencia a la reliquia, a su primer encuentro con Grande en el bar del Ritz, a mi padre o a mi abuelo, ya que de lo contrario Jotaele me los hubiera enviado. Cerré el documento adjunto y regresé al mensaje de Jotaele. Finalizaba con un austero «JL» y un número de teléfono al lado. Era una línea terrestre y era de Madrid. Busqué en la agenda de mi móvil su número de casa. Era distinto. ¿A quién pertenecía ese número? ¿Era la manera de poderle contactar en su escondite? Me extrañaba, me lo hubiera advertido. Saldría de dudas. Marqué los dígitos pero antes de apretar la tecla de envío de llamada me detuve. Recordé que mi ex compañero me advirtió que mi móvil estaba intervenido. Las cuatro cabinas del locutorio estaban ocupadas. Me acerqué al mostrador atendido por una argentina de pelo largo y piel muy blanca, y le pedí una tarjeta de prepago. La introduje en mi móvil y volví a llamar. Me daba tono de llamada pero nadie contestaba, hasta que por fin saltó el buzón de voz. «Ha llamado al teléfono de la Basílica de San Miguel, por favor deje su mensaje después de oír la señal. Biiiiiiiip». Aposté por la única posibilidad que me quedaba. «Es un mensaje para Luciano Lavado. Soy Ramón Arranz, nieto del General Quiroga. Le llamo en relación... por la reliquia santa desaparecida y que Prudencio Grande buscó. Le ruego me conteste lo antes posible. Necesito hablar con usted. Es urgente. Mi teléfono es...». Busqué el nuevo número, lo leí y colgué."
´"Las puertas de madera oscura del local estaban flanqueadas por dos individuos fornidos, con la cabeza afeitada y de ojillos muy juntos. Los dos vestían abrigos oscuros hasta los pies y lucían un brazalete con los colores de la bandera española. Parecían dos clones de Mister Limpio. Les observaba desde la acera de enfrente mientras calculaba la manera de entrar en el local y las probabilidades de éxito o de salir sin dientes en el intento. Al tratarse de una celebración privada, Grande había alquilado todo el restaurante, por lo que descartaba la posibilidad de que me dejaran entrar como un comensal más. Quizás había una manera. Si ellos habían utilizado mi identidad en una ocasión, yo tenía el mismo derecho de usurpación. No necesité armarme de valor, bastó con pensar en Beatriz para que abandonara las sombras y cruzara la calle con paso firme. Se trataba de adoptar ese aire marcial, de causa universal y salvadora, que tanto excitaba a ese mundo.
No me fue fácil, consciente de que estaba accediendo a un entorno peligroso del que me habían advertido tanto Olga como Lavado. Aquella juventud díscola, aunque solo en sus delirios, y heterogénea en sus propósitos, abanderados de la futura extrema derecha, dejaban un estrecho pasillo por el que avancé hasta la altura de los dos gorilas, quienes, a medida que me acercaba pisando fuerte y con la mirada fija en la puerta, crecían en tamaño hasta abarcarlo todo en mi campo de visión. Sentía el temblor de mis manos ocultas en los bolsillos y un aumento del calor corporal.
-Hola muchachos -les dije-. Rápido, dejarme pasar que me voy a perder el discurso del jefe. -Los tipos no se movieron del lugar. Me preguntaba si me habían oído, si en realidad eran de carne y hueso.
-¿Nombre? -preguntó uno por fin, el que tenía la cara menos redonda, el de la cruz tatuada en su cuello, mientras desenrollaba el listado de invitados.
-Quiroga -dije sin dudarlo-, Francisco Quiroga. -Me sentía muy seguro de que tampoco era mayor delito usurpar la identidad de mi tío-. Soy el hijo del General Quiroga -apunté para rematar la faena y con la suficiente voz como para que los jóvenes de Acción lo oyeran. Así fue, y mi nombre pasó de boca en boca, creciendo al mismo tiempo un rumor de admiración a mis espaldas.
-Lo siento pero no está en la lista -me dijo el ex convicto-. Lo siento señor Quiroga.
-Pero... cómo es posible. ¿Está de broma, verdad? El propio Pruden... Don Prudencio me ha cursado la invitación personal.
-Aquí no aparece su nombre -dijo el matón repasando con un dedo el listado-. Lo siento.
En ese instante los jóvenes comenzaron a gritar «¡General Quiroga! ¡Presente! ¡General Quiroga! ¡Presente!».
El gorila se vio sorprendido por el griterío y decidió consultarlo con alguien en el interior del local. A los diez segundos volvió a reaparecer.
-Pase señor Quiroga y disculpe las molestias. Ha sido un error por el que le aseguro que alguien lo pagará muy caro.
-Así lo espero -espeté envalentonado por el espontáneo apoyo popular."
"Era
cierto, y la única manera de expresarlo fue a través de la violencia. Calculé
la altura del matón y lancé con fuerza un codazo directo a su mandíbula. Causó
más efecto la sorpresa que la fuerza, pero fue suficiente para que se
tambaleara y yo pudiera liberarme. Corrí hacia la penumbra agazapada en las
candilejas del escenario, pero de camino me acerqué hasta el periodista de la
Cope y mientras me miraba desconcertado con sus ojillos miopes, le sacudí un
puñetazo que lanzó sus gafas y estilográfica hasta las sillas de los
sorprendidos espectadores. Grande dio órdenes a gritos y Erdinger se ocultaba
en la penumbra de tanta violencia gratuita. Yo avanzaba como un caballo torpe.
Aquello estaba lleno de trastos, tanto esparcidos por el suelo como colgando.
Busqué la puerta de los camerinos de las bailarinas. No podía estar muy lejos.
A mi espalda oía el rugido de las fieras heridas en su orgullo de
triturahuesos. Primero vi la puerta de la Vedette, otra que anunciaba «Estrella»,
y por último otra con un cartelito en el que apenas pude distinguir «Coro».
Entré y cerré la puerta con rapidez; no veía nada, la oscuridad era densa y
sentía el hormigueo del polvo entrando a chorros por las narices. Oía mi
corazón palpitar con la misma intensidad que a mis perseguidores acercándose.
Encendí el móvil pero el efecto fue pobre y confuso: a mi alrededor los objetos
sin forma precisa entre los que identifiqué biombos, sillas, percheros y
baúles, cobraron un pobre color verduzco. A mi derecha había un armario con
aspecto pesado. Lo moví con más facilidad de la que pensé y lo coloqué sobre la
puerta. El roce con la madera del suelo atrajo la atención de los matones.
Entre tanto obstáculo intenté encontrar la puerta camuflada por la que mi padre
huía de sus frecuentes y lascivas visitas al edén de la lentejuela y el carmín.
Inevitablemente tropecé en cuanto decidí poner un pie delante del otro. Las
fuertes sacudidas de los clones a la puerta amenazaban con tirar el armario y
desencajarla de sus goznes en cualquier momento; busqué la salida desesperado,
rogando que mi padre no hubiera echado mano de la imaginación en ese capítulo
precisamente. Tanteé las paredes golpeándolas hasta que sonó a hueco. Encendí
la luz el móvil y vi un pasador. Pero se resistía el condenado, la oxidación de
años lo hacía inamovible. Busqué en el suelo algo con lo que golpearlo. Lo
primero que encontré podía servir, era una sandalia con mucho tacón y mucha
plataforma. Los matones estaban a punto de echar la puerta abajo. Pegué unos
cuantos zapatazos y por fin cedió el pestillo."
"¿Qué es el miedo? Miedo son golpes impetuosos en una puerta en el mediodía de la noche; la llamada anónima, fatalista, que deja un eco de desgarro en el aire; la certeza de que no se trata de un sueño y que se ha cumplido la pesadilla repetida noche tras noche desde la infancia: ser raptado en la cama cuando se deambula indefenso entre los sueños y ajeno, más que ajeno quizás cegado, a las manos extrañas que se nos aproximan. Miedo fueron las embestidas a la puerta que me descompensaron el ritmo cardiaco y que me recordaron a los tambores beligerantes que se oían lejanos y selváticos en las noches africanas de las películas de Tarzán. Al igual que les ocurría a los exploradores blancos que se atrevían a inmiscuirse con la vertebración de la jungla, yo permanecí inmóvil con una mano dispuesta a entregar el relevo y la otra a desenfundar una pistola de fantasía, con la boca abierta, las orejas retraídas, el pelo erizado y los ojos, esos sí, desenfundados. Me preguntaba, tantas veces lo hice en aquellos días que la pregunta me parecía tan resquebrajada y besuqueada como la estampilla de un santo, ¿cómo había llegado -quizás debiera de pluralizar-, cómo habíamos llegado hasta esta situación? Porque no era el único que esa noche tenía la entrepierna meada y el corazón abreviado en esta ciudad, o en cualquier otra ciudad de esta geografía del miedo que se enfrenta a una pesadilla heredada de sus padres y abuelos, o quizás debiera decirlo para irme haciendo a la idea, al asesinato, al ajusticiamiento, a la venganza."
"Abandonamos la comisaría en silencio. Beatriz me tomó del brazo presintiendo mi debilidad. Nunca me preguntó por lo ocurrido. El suceso quedaba definitivamente en nuestro pasado y a ella solo le interesaba el presente. Yo sabía que aquellos hechos quedarían grabados a fuego en mi carne para el resto de mi vida, una vida que, como la de mi padre, se dejaría envolver por la misma niebla, fría y desoladora, que ya se aproximaba por el horizonte.
Me pregunté desanimado si sería capaz de contarle a mi hijo este episodio de mi vida. No lo haría, no existía valor suficiente. Quizás en treinta o cuarenta años, una anciana Beatriz, con los ojos húmedos y el pulso alterado por los recuerdos, le explicaría lo que una vez su padre llegó a hacer por cobardía, por venganza, por sobrevivir."